Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

La rudeza de los extraños

Empezó la 69ª edición del Festival de Cine de Berlín mostrando especial gusto por las emociones fuertes. Lo normal en este tipo de celebraciones (que no lo olvidemos, duran casi dos semanas) son comienzos al ralentí, o al menos a una velocidad que permita aclimatarse al personal. De lo que se trata a estas alturas es de afianzar cada paso; de evitar el riesgo de la filigrana para no tropezar a las primeras de cambio: falta mucho para llegar a la línea de meta, y nadie quiere lesionarse en el primer sprint.

Pues no, una vez más la Berlinale decidió ir en contra del sentido común, tomando la piromanía como carta de presentación. En la rueda de prensa que tenía que servir como primera toma de contacto con los miembros del jurado, Juliette Binoche (presidenta este año de tan ilustre institución) experimentó, en sus propias carnes, el calor abrasador de tan pirómano festival. El ritual jornalístico, habitualmente resuelto con un placentero masaje, también contravino la lógica histórica, y se convirtió en un inesperado campo de batalla.

Aplausos, flashes, sonrisas y preguntas de cortesía. Lo normal... hasta que a un periodista se le ocurrió sacar a Harvey Weinstein. A su memoria vino la época dorada de Madame Binoche en Hollywood. Que si “Chocolat”, que si “El paciente inglés”, que si ese Óscar inevitablemente asociado al co-fundador de Miramax, y ahora blanco predilecto de la era MeToo.

Silencio sepulcral en la sala. La fiesta convertida en funeral... y justo después, en trepidante partido de fútbol. Juliette Binoche, curtida en mil batallas, agarró el micrófono y regateó, magistralmente, al elefante en la sala: ensalzó las virtudes (solo como productor) de Mr. Weinstein, dejó su destino en manos de la justicia y, finalmente, se refugió (muy elegantemente) en el séptimo arte. Al fin y al cabo, a esto vinimos, ¿no?.

Empezaron así las proyecciones de la 69ª Berlinale, una selección de películas bautizada, por las lenguas más viperinas, como «los juegos del hambre». El mote, malintencionado donde los haya, se cargó de renovados argumentos (una vez más) con la película inaugural: “La amabilidad de los extraños”, de Lone Scherfig. La directora danesa, antaño respetada gracias a títulos como “Wilbur se quiere suicidar”, “Italiano para principiantes” o “An Education”, confirmó su actual declive con una sinfonía de –falso– prestigio, en la que un envidiable reparto (Zoe Kazan, Tahar Rahim, Andrea Rise- borough, Bill Nighy...) puso cara a una arquetípica historia de caminos cruzados.

En la inmensidad neoyorquina, Scherfig disgregó y juntó a un puñado de extraños, emparentados todos ellos por las pulsiones (híper-cristianas) de la culpa, la caridad y el perdón. Sobredirigida desde la banda sonora, la película (a Competición por el Oso de Oro, ahí está el listón) se descubrió en cada diálogo y situación como un atajo de atajos hacia la fibra más sensible. Como un cuento cursi, sin inteligencia emocional, y con el agravante de usar la herida (en este caso, la violencia doméstica) como –irresponsable– catalizador sentimentaloide. Muy condenable, sí. Así empezamos.