Beñat ZALDUA

La diferencia entre poder y violencia

Madrid es un lugar extraño para los que no lo conocemos. Uno puede caminar tranquilamente por el metro escuchando a un músico tocar a Silvio Rodríguez y, de golpe, salir en la boca de la calle Génova y darse de bruces con una bandera española XXL colgando de un mástil en la plaza Colón. Y darse la vuelta y toparse con otro banderón colgado en la fachada de la sede del PP. En la plaza vive ahora Julia, una escultura gigante del catalán Jaume Plensa que juega con la mirada del público y duda en cómo observar la bandera que tiene al lado.

No es de extrañar. Seguro que existen otros Madriles, pero este en el que se desarrolla el juicio contra el independentismo catalán es extremadamente hostil. Empezando por el propio edificio del Supremo, un convento-palacio construido en el XVII para alojar a las monjas que educaban a las familias de bien, y siguiendo por la avenida Recoletos, donde uno topa con mamotretos como la Biblioteca Nacional o el propio Ayuntamiento de Madrid. Son edificios monumentales apilados a lo largo de anchas avenidas; una concentración que no se da en ninguna ciudad vasca, pero tampoco en Barcelona. Es el recordatorio de que esto, alguna vez, fue una capital imperial, la metrópoli de un vasto imperio. Aquí reside el poder, parecen querer decir.

Hannah Arendt definió una vez el poder como la capacidad humana de actuar en concierto, recomendando no confundirlo con la violencia. Esta última siempre es instrumental, decía, capaz de acabar con el poder, pero no de crearlo. Lo defiende en “Sobre la violencia” (Alianza Editorial, 2018), un breve libro que viene como anillo al dedo al calor del presente juicio. Tiene, por ejemplo, una referencia a la primavera de Praga que resulta inevitable relacionar con el 1-O. No se trata de equiparar los sucesos, sino sus lecciones.

«El enfrentamiento entre los tanques rusos y la resistencia no violenta del pueblo checoslovaco es un caso de manual de enfrentamiento entre la violencia y el poder», escribe Arendt. Pudo ser un espejismo, pero no parece demasiado osado decir que entre el 1 y el 3 de octubre de 2017 el poder estuvo en manos catalanas. La inconsciencia de tenerlo, quizá, hizo que bastase un discurso del Rey amenazando con una violencia mayor que la del 1-O para restablecer la dominación del Estado; a partir de ese momento era ya imposible arrancar la negociación a la que la parte catalana aspiraba. «Los que se enfrentan a la violencia solamente con el poder descubrirán pronto que no se enfrentan a hombres sino a instrumentos», añade Arendt.

Volviendo al juicio, el martes consiguió colarse en el Supremo el insigne August Gil Matamala. Al preguntarle sobre el juicio, se encogió de hombros y desde la perspectiva que dan 60 años de oficio en la abogacía, resumió: «Lo que ellos quieran que pase». «Si son un poco inteligentes rebajarán las penas, pero claro, conociéndolos...», añadió. Cuando Marchena y otros tres jueces del tribunal admitieron la querella de la Fiscalía, hace año y medio, abrieron la puerta a calificar los hechos como «conspiración para la rebelión», con penas menores. La puerta, por tanto, está abierta, aunque no sea garantía de nada, pues nada sabemos de las deliberaciones de los magistrados en ese palacio de poder que es el TS, como tampoco sabemos si han leído a Arendt: «La violencia (de un Estado) aparece cuando el poder peligra, pero si se permite que siga su curso, lleva a la desaparición del poder».