RAQUEL DEL OLMO
Ongi Etorri Errefuxiatuak!
GUTUNAK

Barcos

Mientras veía la cola de personas que esperaban entrar al buque insignia del Ejército, el Juan Carlos I, me acordaba de otro barco que acaba de zarpar: el Aita Mari.

Es desolador comparar el interés despertado por ambos barcos, con objetivos antagónicos: hacer la guerra (muerte y destrucción) y salvamento de náufragos, víctimas en muchos casos de esas guerras.

Aita Mari ha estado atracado en Bilbao, en el Museo Marítimo, durante más de 15 días, dispuesta su tripulación a enseñar sus instalaciones a quien quisiera.

Quienes hemos estado allí, con nuestros hijos e hijas (o nieto, como en mi caso), hemos podido mostrarles cómo es un barco para el rescate de personas y el instrumental necesario para salvar vidas: chalecos, mantas, alimentos, personal médico… El recorrido es muy atractivo y la moraleja edificante.

El Juan Carlos I muestra a sus visitantes la alta tecnología con la que cuentan, los materiales de última generación y los depósitos para el arsenal. Supongo que este genérico término de «arsenal», se refiere (y evita nombrar), a las bombas, granadas y demás munición necesaria para combatir al enemigo, para la defensa (dirán, nunca ataque) de posibles invasores. Eso sí, mostrado por unos militares muy profesionales, muy amables y muy bien adiestrados para promocionar su oficio y hacer prosélitos en favor de su causa.

¿Cómo puede ser que un barco de guerra despierte tan desaforado interés, y un barco para el rescate de personas no arrastre a colegios, educadores y padres y madres que aprovechen la ocasión para hacer pedagogía?

La frivolidad con que se acude a conocer el Juan Carlos I no repara en la interpretación absolutamente interesada que hace un tipo de política que, en connivencia con la industria armamentística, llega a la conclusión de que Euskadi es un lugar donde el Ejército goza de todas las simpatías. Para Vox, visto nuestro récord de visitas al barco de guerra, merecemos que el próximo desfile militar anual tenga nuestra tierra como epicentro. ¡Bonita moraleja!