Beñat ZALDUA
Manifestación en Madrid

Los agravios de un país abandonado

Todo el que haya cruzado la península ibérica, en ruta veraniega u obligado a visitar alguna cárcel del sur español, habrá observado atónito los kilómetros y kilómetros que puede uno recorrer en la meseta antes de encontrar un pueblo. También se habrá sorprendido al comprobar la soledad que se respira en esa prácticamente deshabitada localidad. Ese país fantasma se manifiesta hoy en Madrid, convocado por plataformas como “Teruel existe” o “Soria ¡ya!”, cuya reivindicación más básica pasa por recordar la existencia de unas ciudades.

Sergio del Molino bautizó ese territorio como “La España vacía” en un libro publicado en 2016. Incluye dentro de ese país las dos Castillas, Extremadura, Aragón y la Rioja. Un territorio sin salida al mar del que queda fuera la aspiradora de Madrid –«agujero negro» le llama Del Molino–. Ocupa 268.083 kilómetros cuadrados, un 53% de superficie de todo el Estado español. En una superficie menor, en Gran Bretaña, viven 63 millones de personas; la España vacía apenas la habitan 7,3 millones de almas, un raquítico 15% de la población de todo el Estado. La Península ibérica –«Portugal es Lisboa, y el resto paisaje», dicen los lusos– es un donut invertido.

El libro es una crónica periodístico-sentimental sobre ese país vacío y sus habitantes, que son los que quedan en esos pueblos, pero también los que llenan los extrarradios de las ciudades de todo el Estado. El fenómeno es de sobra conocido también en Euskal Herria. Al autor, que maneja la pluma con finura, le duele España, como diría Unamuno. De hecho, si se permite, al libro le sobra sentimentalismo y le falta profundidad en el análisis. Se echa en falta una revisión crítica sobre las políticas territoriales españolas durante los últimos 50 años, las mismas que han condenado al olvido a esa España vacía, dilapidando en infraestructuras sobredimensionadas y redes clientelares los carros de billetes que llegaban de Europa.

Es evidente que no es ese el objeto del trabajo literario, pero lo cierto es que toda la empatía que genera la imagen de un país interior abandonado a su suerte, que es mucha, llega abruptamente a su fin cuando el autor empieza a situar como antagonistas a otras naciones del Estado, preferentemente la vasca y la catalana, cuya naturaleza asimila a un carlismo irreductible y todavía vigente. El disparate llega al tamaño de asegurar que el “Partido Carlista de Euskalherria” «gobierna en algunos pequeños municipios del norte de Navarra».

El libro se convierte así en una radiografía involuntaria del agravio comparativo que muchos españoles, tanto los que habitan ese país vacío como los que emigraron a Madrid o a las periferias, sienten en relación a Catalunya o Euskal Herria. Es un sentir injustificado que alienta el enfrentamiento entre pueblos, pero a estas alturas ya deberíamos saber todos que no es necesario que un sentimiento de agravio tenga fundamento real para que sea percibido como tal. ¿De qué se quejan estos catalanes que tienen de todo? Una pregunta que en tiempos electorales –Abascal y Rivera ya han dado apoyo a la marcha– supone un filón en un país en el que «el populismo siempre se ha vestido de chico de pueblo que triunfa en los estudios y vuelve a su tierra para beber vino del porrón de sus abuelos».

La fabulosa definición procede también de este libro que, pese a todos los pesares, sirve para palpar la profundidad de ese agravio, además de ofrecer episodios geniales como el dedicado a la sinuosa huella del Quijote en el imaginario español. Dime de que presumes y te diré de qué careces. El autor lo intuye pero no lo acaba de rematar: el invocado en España es el hidalgo manchego, pero el invocador sigue teniendo más del Cid.