Anjel Ordoñez
JO PUNTUA

Final digno

No por estar a favor de su legalización debe pasarse por alto la relevancia de un debate con la suficiente profundidad acerca de la eutanasia. De hecho, quienes proclamamos la elección voluntaria de una muerte digna como un derecho privativo de todas las personas, también entendemos que su desarrollo, su normalización, debe llevarse a cabo de forma que sus fines no terminen por convertirse en una perversa herramienta en manos de gobernantes o ejecutivos sin escrúpulos, especialmente si mediara un interés económico que pudiera corromper algo intrínsecamente beneficioso tanto para el individuo como para la sociedad.

Me refiero a que la eutanasia ha de ser una figura estrictamente ligada a la decisión libre e inequívoca de cada persona, protegida al máximo de cualquier tentación de injerencia por parte de la esfera pública, cuya intervención deberá limitarse precisamente a garantizar que en cada caso se respete escrupulosamente la voluntad individual. Es decir, no puede llegar a convertirse en un instrumento que sirva a los gobiernos para llevar a cabo políticas generalizadas de reducción de costes sanitarios, como alternativa económicamente preferible a la inversión en sea cual sea el ámbito de la salud pública.

No me cabe la menor duda de que a quienes no dudan en defender la limitación de las prestaciones sanitarias, vinculándolas directa o indirectamente al nivel adquisitivo de los pacientes, tampoco les temblaría el pulso a la hora de negar la atención necesaria a personas en situaciones límite, amparándose en razonamientos de «sostenibilidad» económica. Puede parecer ficción, incluso alarmismo, pero no lo es. En 2009, un año antes de la entrada en vigor de la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible –«Obamacare»– más de 45.000 personas murieron por carecer de seguro médico en Estados Unidos.

Que quede claro. La eutanasia debe legalizarse, mejor hoy que mañana. Porque terminar de forma serena y reflexiva con el sufrimiento de una existencia agónica es un derecho que ninguna religión, moral u opción ideológica puede negar. A nadie.