José María Pérez Bustero
Escritor
GAURKOA

Asumir nuestra diversidad

Entre el 28 de abril y 26 de mayo hemos tenido elecciones generales, municipales, autonómicas y europeas. Desde luego, es importante observar los resultados y analizarlos. Pero por encima de los porcentajes debemos fijarnos en un hecho de gran trascendencia: la diversidad de la población vasca. Vascos que siguen a partidos de ámbito nacionalista en sus diversos tonos, vascos agrupados en torno al socialismo, vascos afines a la derecha española, vascos que se abstienen de votar.

Al margen de la turbación que produzca esa diversidad, es imprescindible mirarla. No aborrecerla sino mirarla. Dejando por un momento de lado otras observaciones sobre cuánto eres tú, yo, vosotros, ellos. Quitándonos de la mente esos nombres que nos estigmatizan y aturden.

Y puestos a esa tarea, caeremos pronto en la cuenta de un hecho sorprendente: que la diversidad vasca no es exclusiva de los tiempos actuales, sino que ha existido a lo largo del proceso vasco. Desde hace muchos siglos.

La vemos marcada ya en la época de los romanos, cuando unas zonas quedaron romanizadas, con el latín como lengua infiltrada, y otras zonas conservaron su lengua y costumbres. Y caído el imperio romano, aparecieron situaciones desiguales y cambiantes tanto en la zona norte como en la zona sur.

En la zona norte hubo un alternarse de soberanos. Los reyes francos crearon el ducado de Vasconia a principios del siglo VII. Más tarde, en el siglo VIII, dicho ducado se unió al de Aquitania. No fue definitivo ese estatus ya que dos siglos después, en 1023, Sancho el Mayor creó los vizcondados de Zuberoa y Lapurdi, y las tierras del norte quedaron bajo los reyes de Navarra. Pero al heredar los reyes ingleses –por enlace matrimonial con la duquesa Leonor de Akitania– el título de duques de Akitania, las tierras de Vasconia norte quedaron como vasallas de dicha monarquía desde 1204. Y tras la «Guerra de los cien años» entre Inglaterra y Francia, esas tierras vascas pasaron desde 1337 a la corona francesa.

Un hecho significativo se dio en el siglo XVI. Después de la conquista castellana de la Navarra-sur en 1512, el rey navarro Enrique III se refugió en la Baja Navarra. Y al heredar el trono francés por parentescos monárquicos decidió que esa tierra conservara su soberanía, y no quedara integrada en Francia. Fue en el 1620 cuando Luis XIII la unió a los territorios franceses. Desde entonces los monarcas se titularon «reyes de Francia y de Navarra». Una fecha dramática tuvo lugar el año 1794, en la época de Revolución francesa, cuando fueron deportados hacia las Landas miles de habitantes de diversas poblaciones de Lapurdi, como represión por su no adherencia al gobierno de París.

Las tierras del sur tuvieron su propia andadura. Máxime desde el siglo IX, con el liderazgo de Iñigo Arizta y sucesores: los reyes de Pamplona, que luego se llamaron «de Navarra», y que el año 1180 dieron fueros –con el autogobierno consiguiente– a San Sebastián y Vitoria. Pero en el año 1200, tras la conquista de ambas poblaciones por Alfonso VIII de Castilla, las tres provincias «vascongadas» quedaron separadas de Navarra, y se vieron bajo la monarquía castellana.

Al margen de esa separación, los sucesos que marcaron con sangre la diversidad de los vascos del sur tuvieron lugar en el siglo XIX, con las guerras carlistas (sobre todo la de 1833-1840, y la de 1872-1876 ) ya que la población se partió en dos bandos. Esa división se hizo aún más trágica en el siglo XX, con la guerra de 1936-39, y durante el régimen de Franco. Tampoco con la muerte del dictador acabó la pluralidad. La dinámica de los partidos políticos conllevó la persistencia de la división interna. Y además, se había asentado un porcentaje alto de población inmigrante, hasta el punto de que hoy día la mitad son-somos venidos de fuera o hijos de venidos de fuera. Que al margen de su aportación a la diversidad supuso una nueva riqueza para la población. Punto reforzado hoy día con la llegada de gentes de Iberoamérica, Europa y de África. Contrapuesto, desde luego, a la despoblación de las tierras de Zuberoa y Behenafarroa en el norte, ya que la agricultura y ganadería actuales se llevan a cabo con nuevas técnicas que necesitan menos trabajadores.

¿Qué podemos hacer los «abertzales» ante esa diversidad de nuestro proceso, de nuestras tierras y de nuestra procedencia?

Ante esta pregunta podríamos echar un vistazo a nuestras consignas claves, y decirles a los otros lo equivocados que están, y lo listos y honrados que somos nosotros. Pero una tarea previa, de capital importancia, es conocer y reconocer esa diversidad. A fondo. Registrarla en nuestros documentos. Ponerla como dato básico de toda reflexión y estrategia, conscientes de que cada vasco y vasca, y cada zona lleva al hombro una carga de hechos diferentes. Con su gravamen de sensibilidad, y de lenguaje, y de apetencias, y de perspectivas, y de apegos distintos. Y dejar en el desván el retrato de que somos una etnia singular y antiquísima.

Ese reconocimiento expreso de la diversidad vasca nos llevará a asumir que nuestra labor como izquierda abertzale no debe consistir en echar nuestra ideología y nuestras tesis en el pesebre de los otros y otras, y de cada zona, como si estuvieran hambrientos de ideas. Ni obsesionarnos por los porcentajes de las opciones políticas. Lo que sí haremos será labrar, abonar, esparcir una semilla que nos relacione. ¿Pero existe semejante semilla? ¿Y cuál sería? El sentido de vecindad. Conocernos, tratarnos como personas y zonas vecinas. Con circunstancias y necesidades afines. Y esparcir la idea de que no hay «los otros y las otras», sino que todos somos nosotros y nosotras. Que no hay buenos y malos, tontos y listos, sino que así somos el conjunto de esta población. Perros, lobos, gatos, liebres, conejos. Una fauna diversa pero pegada al mismo suelo.

¿Y qué hacemos con los objetivos finales de independencia y socialismo? Si nos centramos en nuestra vecindad y la verbalizamos tendremos abiertas ventanas y puertas para intercambiar pareceres, para mezclar experiencias, para sumar propuestas. Y así curarnos del desconocimiento mutuo, que todavía nos socava por dentro. No dejaremos en la cuneta el objetivo de ser un país que funcione por su cuenta y desde el pueblo. Simplemente, será un retoque a nuestro modo de trabajar. Dicho de otra manera: no trataremos de subir al tejado a saltos sino construiremos escaleras e iremos de piso en piso. Esparciendo la verdad de que esta tierra que va desde el Adour hasta el Ebro, y desde la costa hasta Cascante es tierra de relación vecinal entre todos los vascos y vascas. Por muy diversos que seamos.