Dabid LAZKANOITURBURU
SEIS MESES DE REVUELTA POPULAR EN SUDÁN

La espada del Ejército y el puño opositor siguen en alto en Sudán

Tras seis meses de revuelta popular, y derrocado y amortizado el presidente Al-Bashir, el escenario ha devenido en una pugna entre los militares, que aspiran a que en realidad no cambie nada, y la oposición, una amalgama de grupos «laicos» que exigen el fin del régimen y un poder civil y democrático.

La revuelta popular en Sudán, que estalló el 19 de diciembre de 2018 tras la decisión gubernamental de triplicar el precio del pan, pareció triunfar cuando el Ejército sudanés decidió el 11 de abril derrocar y encarcelar al eterno presidente, Omar al-Bashir, quien ostentaba el cargo desde el golpe de Estado que, con el sostén del islamismo político, le llevó al poder 30 años atrás, en 1989.

Presionados por la acampada permanente que la oposición sudanesa levantó ante el cuartel general del Ejército cinco días antes, el 6 de abril, los militares decidieron sacrificar al presidente del que habían sido hasta entonces el principal sostén.

El Ejército sudanés mostró desde el primer día después de derrocar a Al-Bashir su intención de controlar el proceso de transición en un intento de sortear las exigencias de cambio de régimen de la oposición sudanesa. Los opositores, que abrazaban a los soldados y coreaban al Ejército, decidieron continuar su acampada para mantener la presión a favor del cambio y del rápido establecimiento de un poder civil. Por contra, los militares insistían en el desmantelamiento de la acampada y reivindicaban su autoridad para pilotar un proceso de transición en clave gatopardista (cambiar algo para que nada cambie).

En este contexto arrancó un tenso proceso de negociación entre el Consejo Militar y la oposición, unida en la Alianza por la Libertad y el Cambio (ALC) en torno a la duración y al control político de la transición.

Las relaciones entre el Ejército y la alianza opositora, liderada por la Asociación de Profesionales Sudaneses (SPA), han estado marcadas desde el principio por una total desconfianza. La junta militar no había cumplido un día de vida cuando el 12 de abril, su líder, el general Awad Ibn Ouf, se vio forzado a dimitir por la presión popular, que sustituyó en los lemas de sus manifestaciones el nombre del derrocado presidente por el del general, quien a ojos de la población encarnaba la continuidad del régimen.

Awad Ibn Ouf fue sustituido por el general Abdel Fattah al-Burhane, en un relevo que podría revelarse finalmente como fatal para las aspiraciones de la oposición sudanesa.

Ambas partes llegaron a mediados de mayo a un conato de acuerdo sobre las instituciones y el tiempo de duración de la transición a un poder civil. Pero mientras la ALC reivindicaba el papel del futuro Parlamento en la dirección del proceso –una Cámara en la que tendría adjudicada una mayoría de dos tercios–, la junta militar insistía en controlar el Consejo de Transición Soberano, una suerte de Ejecutivo encargado de monitorizar los tres años de transición.

Encalladas las negociaciones, el pulso entre militares y oposición se aceleró con huelgas generales convocadas por esta última y con amagos de acabar con la revuelta por parte de los primeros hasta que el 3 de junio la junta dio un puñetazo en la mesa y ordenó a las Fuerzas de Reacción Rápida (RSF), una fuerza paramilitar que recicló a las temidas milicias progubernamentales Janjawid (acusadas de crímenes de guerra en Darfur), que disolvieran a tiros la acampada opositora.

La represión se saldó con un centenar de muertos y cientos de heridos, lo que volvió a poner a Sudán en el foco internacional y despertó viejos fantasmas. Los intentos por parte de algunas potencias occidentales y de la ONU por frenar la escalada se encontraron con el veto de China, secundada por Rusia.

Pekín, que se va camino de devenir el primer actor internacional en el Continente Negro, prima la estabilidad sobre cualquier otro principio y prefiere apuntalar acríticamente a los viejos regímenes africanos para mantener sus intereses.

En medio del bloqueo, la Unión Africana decidió actuar y, tras llamar a la contención al Ejército, envió a una mediación etíope que, tras varios días de esfuerzo, arrancaba el compromiso a los militares para volver a sentarse en la mesa de las negociaciones y lograba que la oposición pusiera fin a una campaña indefinida de desobediencia civil que comenzaba a mostrar sus límites y cansancio.

De momento, la espada de los militares y la determinación opositora siguen en alto.

La Alianza por la Libertad y el Cambio (ALC) es heredera de la Alianza Nacional Democrática, fundada en Eritrea en 1995. Agrupó entonces a todas las organizaciones prohibidas por Omar al-Bashir.

La principal es la Asociación de Profesionales Sudaneses (APS), que engloba a ocho grupos profesionales, entre ellos médicos, ingenieros, abogados y profesores de educación superior, todos ellos desmarcados de los sindicatos verticales. Es la fuerza más organizada y determinada a seguir en la calle hasta la demolición del viejo régimen.

La otras dos fuerzas son coaliciones opositoras toleradas que se sumaron en diciembre a la protesta, como Nidaa al-Sudan (La Llamada de Sudán, centrista), y las Fuerzas Nacionales de Consenso, que engloban a varias fuerzas de izquierda, entre ellas el Partido Comunista y el Partido Socialista Baas.

Esta amalgama opositora bebe de las fuentes, aunque no solo, de una inteliguentsia nacional ilustrada y de la diáspora (5 de los 40 millones de sudaneses viven en el extranjero y son particularmente activos políticamente en Londres, París y otras ciudades de América del Norte). Tampoco hay que desdeñar el papel de la Unión de Mujeres de Sudán, fundada por la militante feminista Fatima Ahmed Ibrahim (1928-2017) y el ascendiente histórico del hoy marginal Partido Comunista de Sudán, que fue en su época uno de los más poderosos del mundo arabomusulmán.

En definitiva, una oposición «laica» –conviene entrecomillar cuando los aplicamos a determinadas realidades geográfico-culturales–, si se quiere «moderna» y con toques «progresistas».

Pero su protagonismo en la revuelta no significa, ni mucho menos, que el islamismo político en Sudán esté muerto. Aunque sí ha quedado tocado y ha perdido influencia por sus lazos con el desaparecido Partido del Congreso Nacional (NCP), del derrocado Al-Bashir.

El principal movimiento islamista, el Partido del Congreso Popular (PCP), del finado Al-Tourabi –quien orquestó la llegada al poder de Al-Bashir hace 30 años–, tenía dos ministros en el seno del destituido Gobierno aunque tomó distancias con el ya expresidente cuando comenzó a reprimir la revuelta.

En el nuevo contexto de pulso entre la junta militar y la oposición, el islamismo político sudanés no ha dudado en tomar claramente partido por los militares en un intento de preservar la sharia como principal fuente legislativa y penal del país. «El Consejo Soberano debe ser dirigido por las Fuerzas Armadas porque el país afronta un problema de seguridad», señala Hassan Rizk, del Movimiento para la Reforma Islámica.

Pero los militares no cuentan solo con el apoyo del islamismo político sudanés. Sus avales internacionales son de peso y van más allá del veto de China y Rusia en el Consejo de Seguridad.

Egipto, que tuvo su propia «primavera árabe» en 2011, teme un nuevo contagio Nilo arriba (Sudán). Por su parte, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos son igualmente alérgicos a cualquier conato de revuelta y echan ya de menos a un Omar al-Bashir que implicó sobre el terreno a su Ejército en la guerra contra los huthíes en Yemen.

Conscientes de que el cambio en Sudán es inevitable, aspiran a que los militares controlen un país estratégico para contrarrestar la influencia iraní en el Cuerno de África.

En este contexto, la figura del nuevo hombre fuerte de Sudán, el general Abdel Fattah al-Burhane, es crucial. El jefe de la junta militar ha evacuado en las últimas semanas consultas en El Cairo, Ryad y Abu Dabi.

Su biografía, anodina y típica de un militar de carrera, se ajusta como anillo al dedo al plan de controlar por delegación la evolución de Sudán.

Agregado de Defensa en Pekín durante años, Al-Burhane dirige la participación militar sudanesa en la guerra de Yemen y ha situado como su mano derecha a Mohamed Hamdan Daglo, «Hemeidti», jefe de las Fuerzas de Reacción Rápida, que se han convertido en una suerte de grupos de choque para dinamitar la revuelta.

Así las cosas, con el status quo a favor y con tantos aliados regionales e internacionales, los militares tienen ventaja en el pulso contra una revuelta ante la que tanto EEUU –que prioriza la «guerra contra el terrorismo» en la que logró embarcar a Al-Bashir– y la UE –ensimismada en el acuerdo contra la inmigración que selló con Sudán– mantienen silencio.

La oposición sudanesa depende de sí misma y de su fortaleza.