Karlos ZURUTUZA

AHMADÍES: FUEGO O EXILIO PARA LA ESTIRPE DEL MESÍAS PROMETIDO

Certificar la venida del mesías convierte a los ahmadíes en «infieles» a ojos de toda la comunidad musulmana. En su reunión anual en Inglaterra el pasado fin de semana, decenas de miles han denunciado la persecución que padecen en todo el mundo

Colas interminables frente a arcos de detectores de metales: podría ser la entrada a un aeropuerto cualquiera, pero esto es la campiña inglesa. La Jalsa Salana («reunión anual» en urdu) es un acontecimiento de tres días celebrada desde su arranque el viernes 2 de agosto hasta el domingo día 4. Reunir a decenas de miles de fieles de todo el mundo de la comunidad musulmana más amenazada pasaba por un enorme esfuerzo logístico y, por supuesto, por estrictas medidas de seguridad.

«Nos gustaría que todo fuera más fluido pero, lamentablemente, no puede ser de otra manera», se excusa Qamar Ilahi Zafar. Activo infatigable de la comunidad ahmadí e hijo de un misionero ahmadí llegado desde la India a Madrid en los años 40. Las cifras del evento hablan por sí solas: 40.000 individuos procedentes de prácticamente cada rincón del globo, todo gestionado por un ejército de 5000 voluntarios como Zafar.

Para entender todo esto hay que empezar por la fotografía de un hombre de gesto cansado y tocado con un voluminoso turbante. Se llama Mirza Ghulam Ahmad y llegó al mundo en 1835 en Qadián, una pequeña localidad india. El mesías para los ahmadíes abría los ojos 1.300 años después de que Mahoma hundiera los cimientos del islam en las arenas de Arabia. En su primera revelación de 1882 se le encomendó la reforma del mundo, algo que pasaba por acabar con las guerras de religión. «Amor para todos, odio para nadie», es el mensaje bandera de esta comunidad que apenas se desmarca del islam suní excepto por una cuestión central: Ghulam Ahmad no es un profeta para el resto de los más de 1.000 millones de musulmanes del mundo. Así, los ahmadíes no son sino «apóstatas» o «infieles».

Una vez dentro del recinto, el ambiente de terminal de aeropuerto en alerta de atentado yihadista se transforma por completo. Bajo un tímido sol británico, la multitud pasea relajada por un complejo de carpas que ofrecen exposiciones de todo tipo, bibliotecas, tiendas, un botiquín, alojamiento y comida para los visitantes, y hasta un bazar; una auténtica ciudad cuya plaza principal es la enorme tienda en la que diversas personalidades llegadas de todo el globo dan discursos. También es el lugar desde el que Mirza Masrur Ahmad, el califa o líder espiritual de los ahmadíes, ofrece sus sermones.

El califa incide en la importancia del respeto hacia el resto de las religiones y sus respectivos profetas. De no ser así, recuerda, no hay diálogo y, sin este, solo cabe el enfrentamiento.

Persecución

Si bien la tolerancia es una de las marcas más distintivas de esta comunidad, existen algunos matices en torno a ciertos aspectos del relato religioso. De hecho, una de las carpas del recinto está dedicada al supuesto paso de Jesús por la India: para los ahmadíes, el nazareno no murió y resucitó tras su crucifixión, sino que habría atravesado Oriente Medio y Asia Central para morir en Cachemira a la edad de 102 años.

Ahmed Noorudeen es el responsable de un stand en el que se ilustra la travesía sobre un mapa y se intenta corroborar la teoría con citas de la Biblia y supuestas pruebas arqueológicas. Siete años de estudios acreditan a este joven de 27 como misionero oficial de la comunidad. Dice estar dispuesto a aceptar el destino que el su líder le asigne. «De momento estoy aquí, pero el califa puede destinarme a cualquier país del mundo y lo aceptaré con gusto», asegura este nieto de la primera irlandesa conversa al islam ahmadí. Hasta el momento, ha completado su formación en España, en la mezquita que la comunidad tiene en la localidad cordobesa de Pedro Abad. También ha visitado Pakistán recientemente. Dice que la situación allí es insostenible.

«No podemos reconocernos como ahmadíes públicamente, ni predicar o rezar, tanto en público como en mezquitas. Y eso es solo la punta del iceberg de la brutalidad que el Estado emplea contra nosotros», lamenta el misionero. La discriminación por cuestiones religiosas es una de las lacras en Pakistán, un país con una población que supera los 200 millones de individuos en el que se encadenan los ataques contra chiíes, cristianos, hindúes y sijs. La veda contra los ahmadíes se abrió en 1974, cuando la Liga Mundial Islámica declaró que no eran musulmanes. Se tomó tan al pie de la letra en Pakistán que incluso se recogió en la Constitución del país.

A pesar de ataques más recientes, nadie aquí olvida la destrucción del templo centenario de Sialkot el pasado año ni, por supuesto, aquella cadena de atentados contra sus mezquitas en 2010 en Lahore. Lo reivindicó un grupo talibán, y se saldó con más de cien muertos. El acoso goza de amparo institucional, y son muchas las organizaciones internacionales de derechos humanos las que han denunciado que incluso se les obliga a elegir entre renunciar a su fe o a su ciudadanía.

El caso más paradigmático de la brutalidad contra ellos es el de la ciudad pakistaní de Chenab Nagar. En 1999 se cambió su nombre –antes era Rabwah– contra la voluntad de la mayoría de sus 70.000 habitantes a los que no solo se niega la mayoría de sus derechos civiles, sino también el de pronunciar palabras como inshalá («si Dios quiere») o alhamdulilá («Gracias a Dios»). Recientemente, un juez ha puesto sobre la mesa la posibilidad de prohibir la utilización de nombres musulmanes entre ellos. Además de ser un gueto para los hijos del Mesías Prometido, Rabwah es también sede recurrente para mítines, conferencias y reuniones de todo tipo de partidos islamistas radicales. La previsible falta de quorum en el bastión ahmadí por antonomasia se subsana con cientos de autobuses para los concurrentes llegados del resto de la provincia de Punyab. Los subvenciona el Estado.

«Nos acusan de ser agentes para los británicos o los israelíes; incluso hay carteles en comercios que prohíben la entrada «a perros y ahmadíes», cuenta Iffaz, una joven de 20 años que llegó siendo un bebé a Londres, pero que pudo comprobar la situación en la tierra de sus padres con sus propios ojos ya de adolescente.

Iffaz ha accedido al recinto desde el ala reservada para las mujeres, pero se resiste a hablar de segregación. «El nuestro es un lugar exactamente igual que este, con los mismo servicios, pero gestionado exclusivamente por y para mujeres. Es un espacio de libertad que merecemos», subraya la joven ahmadí. GARA no pudo corroborarlo ya que el acceso quedaba restringido para los hombres. Desde el exterior, se podía ver a un grupo de mujeres paseando sin cubrir su cabello. Iffaz justifica la separación reforzando su discurso con una cita del califa: «La mujer no puede florecer a la sombra del hombre».

Uno de los eventos en el programa es el reconocimiento a alumnos destacados de la comunidad, tanto en el Reino Unido como en el resto del mundo. Iffaz lo recibió hace dos años. «Diría que, entre los premiados, siempre son más ellas que ellos», asegura esta estudiante de Literatura Comparada que habla cuatro idiomas, el castellano entre ellos.

La entrevista concluye con una invitación a la presentación del trabajo de campo sobre la situación de los ahmadíes en Tailandia y Malasia por el International Rights Committee, una ONG con sede en Londres centrada en la libertad de culto y que cuenta con estatus consultivo de la ONU. En el dossier publicado en mayo, la IHCR destaca que ambos países no son firmantes la Convención de 1951 sobre el estatuto de los refugiados, y que carecen de una política de asilo. Datos de Naciones Unidas revelan que el número de ahmadíes que buscan asilo fuera de Pakistán aumenta, lo que deja en una delicada situación de vulnerabilidad a los que llegan a Tailandia y Malasia. Los problemas legales acarrean otros, como el veto a la asistencia médica o la educación.

Expansión a pesar de todo

Que la Jalsa Salana es una cita tan multitudinaria como diversa resulta evidente a simple vista. Los hombres enfundados en shalwar kamiz (ese conjunto de camisa y pantalón holgado hegemónico en el subcontinente) son legión, pero el mosaico humano es aún más colorido. Attaullah es uno de los ghaneses que ha acudido a la cita. Si bien sus padres sufrieron persecución por su fe, este maestro de escuela subraya que su comunidad goza hoy de respeto e incluso de prestigio en Ghana. A su lado, Samsa asiente. Se convirtió del catolicismo en el 79 por razones «demasiado complejas para ser explicadas convenientemente» durante un encuentro casual como este. «Vengo de un lugar en el que aún se adora a ídolos», resume.

Son muchos los ghaneses que mueren cada año intentando cruzar el Mediterráneo rumbo a Europa pero, según los fieles subsaharianos, las delegaciones ahmadíes llevan viniendo desde hace años y siempre vuelven todos a casa. «Nunca hay problema con los visados. El Alto Comisionado Británico nos conoce y sabe que llevamos un control riguroso de los miembros de nuestra comunidad», dice Yakoub. Un solo incidente, añade, traería problemas de cara a citas futuras.

A pocos metros, una pantalla de plasma en el corazón del recinto retransmite en directo una entrevista desde los estudios del canal internacional de televisión ahmadí con tres conversos, entre ellos un irlandés pelirrojo. Tras aceptar la fe musulmana, hoy responde al nombre de Ibrahim Noonan.

«Era católico de una pequeña localidad irlandesa y un día entendí que el credo obedecía a cuestiones puramente geográficas: si hubiera nacido en la India sería hinduista; musulmán en Oriente Medio, cristiano en Europa... Buscando respuestas di con el canal de televisión ahmadí, y ahí es donde empecé a encontrarlas», argumenta el irlandés.

La «ceremonia de iniciación» es el evento central de la Jalsa y el que cierra la reunión el domingo por la tarde. La carpa principal está a rebosar de fieles que esperan a que el califa recite el Baiat («pacto» en árabe). Un grupo de cuatro privilegiados tiene derecho a tocarle la mano mientras lo hace, y otros la espalda de estos. En cuestión de segundos, se forma una cadena compacta de miles. Es un momento de gran emoción, una catarsis colectiva que arranca las lágrimas de muchos y que, como todo aquí, llega a millones de fieles por televisión.

«Juro que no hay más dios que Alá y que Mahoma es su profeta», recita el califa y repite la masa, suscribiendo el testimonio de fe que comparten con el resto de la comunidad musulmana mundial. «También creo que Mirza Ghulam Ahmad es el mismo Imam Mahdi y el Mesías Prometido», continúan. Es justo ahí donde se abre la falla.