Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Batallas de la vejez

Pasados nueve días en Venecia, me doy cuenta de que el tiempo es un concepto relativo. Cuando consigo ponerme en contacto con personas que están fuera de la burbuja festivalera, constato que para ellos han transcurrido apenas dos semanas desde la última vez que nos vimos. En cambio, yo noto que en este breve lapso, he envejecido un buen puñado de años. Los huesos me chirrían, tengo las articulaciones rígidas y el cuerpo me sugiere que tendría que economizar las –pocas– energías restantes. Llegué a la Mostra siendo joven, y la voy a abandonar siendo anciano.

Esto pasa prácticamente en todos los festivales fílmicos del mundo, planteados siempre como una carrera de fondo que, como tal, desgasta. Pero lo de esta 76ª edición veneciana es flagrante: la naturaleza vampirizante de los certámenes se ha magnificado por una serie de decisiones en la programación de películas que suman años.

El Concurso por el León de Oro empezó a despedirse con dos películas de muy avanzada edad. El primero en aparecer fue el veterano Robert Guédiguian, quien con su compañía de actores habitual nos llevó a su amada (a pesar de todo) Marsella. Se trataba de “Gloria Mundi”; la intención, como siempre en su reivindicable filmografía, era tomarle el pulso a ese invento del Estado francés, y de paso, al experimento de Europa. Filmación, tempo narrativo y sensibilidad igualmente añejas, se combinaron para dar voz a una tercera edad de la que siempre se puede y se debe aprender.

Guédiguian nos habló de los valores de la solidaridad y la dignidad a través de la experiencia preciosa de los veteranos Gérard Meylan, Ariane Ascaride y Jean-Pierre Darroussin, incorruptibles en la encarnación de las tesis humanistas de este autor. El problema vino cuando tocó hablar de la juventud. Ahí, al hombre se le notaron los años mal llevados, y también la desconexión con respecto a un mundo moderno ridículamente caricaturizado. Se puso apocalíptico, y con ello, se mostró cómico sin querer, librándose así a uno de los peores síntomas que pueden despertar los dramas sociales.

Con la segunda entrada en la competición de la jornada, fuimos a peor. “A Heredade”, de Tiago Guedes, resultó ser una especie de “Falcon Crest” a la portuguesa. Un drama sobre la familia y sobre la propiedad de la tierra que avanzó por el tiempo con ritmo plomizo, cansado y, definitivamente, muy viejo. Una película con ciertas ínfulas autorales en la puesta en escena, pero que en realidad se debía al morbo de esos tics y lugares comunes que acaban definiendo al folletín televisivo.

Al final, encontramos algo de consuelo de la mano de William Friedkin. El maestro del Nuevo Hollywood diseccionó, junto a Alexandre O. Philippe, el mito de “El exorcista”, una de las cintas más terroríficas de todos los tiempos. El documental “Leap of Faith” consistió, básicamente, en plantar la cámara delante de Friedkin, y dejarse llevar por su inagotable repertorio de batallitas. Algunas reveladoras; otras simplemente divertidas... todas auto-erigiéndose en celebración de la gloria que solo puede otorgar la experiencia.