Jesús González Pazos
Miembro de Mugarik Gabe
GAURKOA

Amazonía, cuando los pueblos arden

Hicieron falta dos semanas de agosto para que los medios de comunicación occidentales empezaran tímidamente a hacerse eco de los incendios en la Amazonía. Hoy, pasado prácticamente un mes desde que los primeros se declararon y tras unos pocos días en los informativos, la Amazonía vuelve a desaparecer de portadas y primeras noticias, aunque la situación persiste en su gravedad y el fuego abre nuevos espacios de vaciamiento del bosque.

Un dato que nos ilustra con absoluta claridad esta visión y el desinterés verdadero lo protagonizó el G-7 durante su reunión en Biarritz. Coincidente esta con el fuego se dignaron a aprobar casi veinte millones para apagar el incendio. El ridículo fue escandaloso, cuando las redes sociales les recordaron que el año anterior el compromiso internacional para recuperar el techo de Notre Dame en París había ascendido en escasas horas a varios cientos de millones. Resultaba ser una evidencia triste del hecho de que hay destrucciones de ciertas «catedrales naturales» que nuestras poderosas e «inteligentes» autoridades siguen sin comprender; evidencia también de la hipocresía absoluta de estas élites.

Otra cuestión claramente mostrada en esos días fue la preocupación por la defensa de los ecosistemas en peligro. Primaron los análisis sobre el riesgo de acabar con el «pulmón del mundo», sobre lo que eso supondría para el cambio climático, sobre las lluvias y sequías que vendrían, etc. Grave y preocupante situación, desde luego, y los análisis más o menos acertados haciendo un llamado a la conciencia de nuestras sociedades sobre el futuro que estamos definiendo para nuestro planeta y las generaciones que vendrán. Pero, a pesar de lo encomiable del llamamiento y de la necesidad de todas esas reflexiones para la conciencia humana primó, una vez más, en la inmensa mayoría de las crónicas, de las imágenes televisivas, la siempre presente invisibilización de quienes durante siglos han cuidado, vivido y respetado la Amazonía. Las informaciones tienden a trasladarnos una imagen de selva idílica donde habita en absoluta libertad y armonía solo fauna salvaje y flora endémica. Sin embargo, son más de cuatrocientos los diferentes pueblos indígenas, sobrepasando el millón las personas, que viven en este territorio. De alguna forma, es como si ardiera en dos semanas una de nuestras grandes ciudades y los medios de comunicación y la clase política solo nos hablaran, solo se preocuparan por el estado en el que quedarían edificios, calles y parques de la misma.

Lo cierto es que, una vez más, los intereses económicos de las élites han primado en los escasos pero unidireccionales análisis, declaraciones y reflexiones. Cierto es también que ha habido honrosas excepciones en esta visión, pero es innegable que cuando los medios y la clase política nos hablan de la Amazonía solo nos transmiten la idea de un paraíso o infierno verde y vacío. Ante esa imagen, la comunidad internacional en diferentes momentos ha planteado la necesidad de que sea esta la que se ocupe, la que administre la extensa cuenca amazónica por su importancia para la sobrevivencia del planeta. Por otra parte, los gobiernos de los ocho países que son parte de esta cuenca defienden que son ellos los responsables soberanos de la misma. Y unos y otros siguen ignorando a los verdaderos dueños del territorio, aquellos pueblos indígenas que han demostrado durante cientos de años que son los únicos que han sabido y saben de su correcto uso, conservación y disfrute sin poner en riesgo la biodiversidad y la sostenibilidad de los sistemas integrales de vida allí existentes.

Hoy, gobiernos pseudofascistas como el de Brasil consideran a las mujeres y hombres indígenas como un estorbo a eliminar para poder entregar esa tierra a mineros, ganaderos y agroindustriales. Y muchos otros gobiernos, como la «preocupada comunidad internacional», bajo la dirección de las élites económicas, siguen viendo la Amazonía como un espacio inexplorado, repleto de riquezas hídricas, minerales, forestales, hidrocarburíferas, agroindustriales que hay que repartirse y poner en producción cueste lo que cueste. Incluso a costa de ese millón de personas que en sus declaraciones dicen defender.

Por todo ello, hoy no solo la selva amazónica arde, sino que la casa de cuatrocientos pueblos está en llamas. Son cientos de culturas, de conocimientos y sabidurías, vitales entre otras, para la sostenibilidad de la madre tierra, abocadas a desaparecer. Son cientos de miles de personas en riesgo de ser expulsadas de su casa para engrosar la miseria de los barrios marginales de Sao Paulo, Río de Janeiro, Lima o Bogotá. Y la pregunta, algunos dirán que ingenua, es si en este caso y ante esta realidad, actuaciones irresponsables de gobiernos como el brasileño y de quienes se mueven tras la cortina de humo del incendio, los intereses económicos de hacendados, oligarcas y transnacionales, verdaderos responsables últimos de esta situación, no pueden ser juzgados por crímenes de lesa humanidad. Otra pregunta en la misma línea es saber si esa hipócrita e interesada comunidad internacional que ha calificado como genocidios la muerte masiva, consciente y provocada de pueblos como el judío, no puede en este caso aplicar el mismo calificativo cuando se pone sobre la cuerda floja de la existencia de más de un millón de personas. O tendremos que suponer, nuevamente, que para este sistema neoliberal no todas las vidas y pueblos tienen la misma dignidad y derechos.

Límpiense sus lágrimas de cocodrilo, dejen de ver la Amazonía como un mercado de beneficios económicos para las élites locales y transnacionales y respeten la existencia de quienes han sabido construir modelos de vida respetuosos con la naturaleza. Saquen unos y otros sus manos de la Amazonía y esta nos sobrevivirá. De lo contrario, no ya las generaciones venideras, sino nuestros inmediatos hijos e hijas verán morir y desaparecer ese espacio de rica diversidad humana y natural.