No es que vuelva el malogrado sistema “odorama”, pero la última película de Garci está llena de olores, de fragancias que inundan la sala de cine. El truco es tan viejo como este arte nuestro de barraca de feria, y reside en que la fotografía en blanco y negro deja más espacio a la imaginación del espectador. El tipo de cineasta que es capaz de crear un universo propio se merece todo el respeto del mundo, y Garci nos invita a un viaje, a un tiempo inmaterial que es el suyo y está hecho de pura nostalgia cinéfila. Digamos que el autor de la trilogía de “El crack” (1981-1983-2019) hace una traducción libre y suigeneris del cine negro de la RKO, de la novelística de James M. Cain, a quien va dedicada esta tercera entrega, y de los mitos de la cultura del pasado siglo con los que creció. En su particular coctelera mezcla esos elementos foráneos con el dry martini de Buñuel, las leyendas del boxeo o el modo en que se contaban y cantaban los goles en la era radiofónica, sin olvidarse nunca del contexto histórico que le presta sus fantasmas del pasado.

En “El crack cero” es un Franco agonizante el que oficia como elemento perturbador de fondo, y así abundan los comentarios en voz baja sobre el momento decisivo de 1975 y la transición política que se anuncia con sordina. Un periodo en el que todavía se podía fumar a pleno pulmón y la cortina de humo lo tapaba todo, ya fuera en los despachos de policías y empresarios fulleros, en los gimnasios de ambiente irrespirable o en los locales de alterne más oscuros que la propia noche.

Carlos Santos es el mejor Germán Areta que nunca existió, y dice sin inmutarse las resabiadas frases que tanto le gustan a Garci, y más aún en una película enteramente dialogada. Y, para mayor sorpresa, hasta Miguel Ángel Muñoz hace olvidar a Miguel Rellán, rodeado de un excelso e insuperable plantel de secundarios con Luisa Gavasa, Pedro Casablanc y Luis Varela.