El primer ministro libanés, Saad Hariri, anunció ayer la dimisión de su Gobierno después de trece días de protestas populares en Líbano, que reclaman la salida de toda la clase política.

Su mensaje televisado fue acogido con vivas y aplausos de la multitud que lo escuchó en directo desde varios lugares de concentración.

Hariri aseguró que el país se encuentra en un «callejón sin salida», por lo que puso su dimisión «en manos del presidente y de todos los libaneses», ante la voluntad «de muchos libaneses que han salido a la calle para exigir el cambio».

La revuelta popular ha logrado uno de sus objetivos, pero la ira se dirige globalmente al conjunto de la clase política, considerada unánimemente como incompetente y corrupta. Las capitales occidentales, especialmente París y Washington, habían pedido a Hariri que permaneciera en su puesto en nombre de la estabilidad.

El país está prácticamente paralizado desde hace casi dos semanas debido a los bloqueos de carretera en las principales entradas de la capital, mientras bancos, escuelas y universidades están cerrados. El plan de reformas –medidas contra la corrupción, presupuesto sin nuevos impuestos, programa de privatizaciones y ayudas a los más desfavorecidos– que Hariri anunció la semana pasada no convenció a la población, que sigue padeciendo escasez crónica de agua y electricidad. Más de una cuarta parte vive por debajo del umbral de la pobreza.

Justo antes de su discurso, estallaron enfrentamientos en Beirut, donde decenas de personas destruyeron las tiendas de campaña erigidas por los manifestantes, atacando con palos a quienes no pudieron huir a su llegada. La Policía ya había intervenido en enfrentamientos en los que estaban implicados partidarios de Hizbulah.