Daniel Galvalizi
Periodista
TRAS EL DEBATE A CINCO

Pocos cambios de posición y el blanqueo de la ultraderecha

En la recta final, Pedro Sánchez insiste con un gobierno en solitario e ignora los pedidos de Iglesias. Pablo Casado se afianza con el guiño de las encuestas y contraataca a un Rivera desesperado. Abascal gana con la difusión impune de su extremismo.

Casi tres horas del debate de candidatos demostraron lo que la breve campaña electoral ya venía advirtiendo: las elecciones del 10N tendrán más cambios de temperatura por el fresco otoñal que por el mercurio político. El bloqueo, al parecer, sigue intacto. Las posiciones de los partidos, casi inmutables. Aunque un viejo pronóstico se encamina a cumplirse, sólo que siete meses después: la explosión de votos de la ultraderecha.

El debate ha repetido casi todos los aspectos de abril pasado, aunque esta vez, además de Pedro Sánchez (PSOE), Pablo Casado (PP), Albert Rivera (Cs) y Pablo Iglesias (Unidas Podemos), estuvo la novedad de Santiago Abascal (Vox), un hasta hace poco ignoto y periférico dirigente del PP vasco, que ha logrado batir un récord: por primera vez desde la muerte del dictador Franco, un político puede exponer en prime time un discurso de extrema derecha.

Casi nueve millones de espectadores pudieron ver cómo Abascal acusaba a los inmigrantes de ser responsables del 70% de las violaciones, pedía suspender sine die la autonomía de Catalunya y cuestionaba las políticas de memoria. «Desterrar a un muerto», afeó a Sánchez el líder de Vox sobre la exhumación de Franco, considerada por él una profanación. Se autoproclamó un luchador contra el terrorismo en sus años del PP en medio de su ataque a Iglesias, a quien acusó de elogiar a ETA «desde una herriko taberna». Todo sin costo.

Su mayor éxito no fue su propia habilidad, sino gracias al silencio de sus socios. Ni Casado ni Rivera se desmarcaron de las afirmaciones, ignorando el peligro democrático de dejar fluir un discurso populista y neofascista. Hábil, el líder del PSOE les recordó que Vox planteó públicamente su anhelo de ilegalizar al Partido Nacionalista Vasco (además de a los independentistas de todo color). Lo mencionó tres veces, las mismas que Abascal calló. Pudo desmentirlo o moderarse, pero eligió la aceptación por omisión, al igual que el PP y Ciudadanos, que no quisieron enzarzarse con el que, según todas las encuestas, podría convertirse en la tercera fuerza política del Estado.

Si Abascal triunfó por su difusión sin precedentes, Rivera fue la contracara. El niño mimado de los grandes medios canalizó todos sus proyectiles a Sánchez y a Casado, además de denostar constantemente a los ausentes independentistas catalanes. Pero como si hubiera sido auspiciado por una realizadora de memes, el líder de Cs se convirtió en una parodia de sí mismo en tiempos que las redes sociales no perdonan. Mostrar un video con un perro horas antes del debate, exhibir un pedazo de adoquín presuntamente arrojado a policías en Barcelona y abusar de los carteles fueron una muestra más de desesperación.

Lo que Iglesias fue en abril hoy lo es Rivera: la noticia no es si le irá mal, sino si será un descalabro total o leve. Sus propuestas no cambiaron con respecto a los anteriores comicios: pidió una ley electoral que lo beneficie, aplicar el 155 en Catalunya, una reforma recentralizadora de la educación y prometió una masiva bajada de impuestos, sin explicar cómo la financiaría.

Como hace siete meses, fue el primer alfil de las derechas en pelearse con sus socios, buscar diferenciarse del bipartidismo y recordar la corrupción del PP. Pero esta vez, un Casado más seguro de sí mismo mostró los dientes y al primer golpe le afeó estar olvidando que están «juntos contra lo que hace la izquierda». Le reclamó que «no se equivoque de adversario» pero, por si las dudas, también le recordó el flamante prontuario de investigaciones de corrupción que padece Ciudadanos en ayuntamientos que gobierna.

El tango de Sánchez e Iglesias

Los líderes de PSOE y Podemos protagonizaron un duelo aparte de crispación e indiferencia. Las negociaciones de investidura dejaron heridas abiertas y las señales de fraternidad mutuas ya son un recuerdo borroso.

Tres veces mencionó Iglesias la necesidad de formar un gobierno de coalición y en todas fue ignorado por Sánchez, que esbozó dos razones fundamentales para no coaligarse: la situación en Catalunya y el presunto discurso antiempresario del líder morado. Esto último trajo la paradoja de un socialista defendiendo al hombre más rico del Estado español: Amancio Ortega y su famosa donación para investigación del cáncer, criticada por Podemos por venir de un presunto evasor de impuestos. El presidente en funciones no disimula su giro al centro.

En ese sentido dejó en claro que si es investido apostará al liberalismo al nombrar a Nadia Calviño como vicepresidenta económica. Apegado a los golpes de efecto frívolos, anunció que crearía un ministerio contra la despoblación sin mencionar iniciativa alguna, y pidió a la moderadora del debate –que remarcó la ausencia de candidatas mujeres– sentir orgullo patriótico por tener el Estado la mayor cantidad de diputadas y ministras de la UE, como si la política de igualdad fuera una mera cuestión cuantitativa.

Sánchez exhibió su giro recentralizador al prometer una «asignatura en valores civiles y éticos» para todo el Estado, una reforma penal para prohibir referéndums y un insólito compromiso de «traer a Puigdemont a España». Pero su sobreactuación unionista –¿para aplastar a Rivera tal vez?– lo llevó a su mayor patinazo de la noche: impulsar que el Congreso exija por ley a las autonomías que el funcionamiento de sus medios públicos requiera un aval de dos tercios de sus parlamentos, para evitar «el uso sectario que ocurre en TV3». Poco le importó que esa normativa no sólo ya existe en Catalunya sino que la Generalitat la promulgó el mes pasado, al modificar la ley que regula la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales.

El líder del PSOE reclamó un compromiso para que se permita gobernar a la lista más votada. Podemos pasó ya de ser socio preferente a un convidado de piedra al que no se le ofrece nada sino que se le exige aclarar «si volverá a bloquear o no».

Por su parte, Iglesias esta vez quedó en minoría con su postura de «diálogo y sentido común» con Catalunya, principal bastión de UP gracias a En Comú, que nutrió de siete escaños al grupo morado el 28A. Otra paradoja: el líder de UP citó a la Alemania de Merkel como ejemplo al pedir imitar su regulación de alquileres y su política de memoria.

Un Iglesias más tibio que en abril se limitó a azuzar el fantasma de la gran coalición PSOE-PP, lo que enervó a Sánchez, que juró, al igual que Casado, que eso es un imposible. La poca afinidad entre el presidente en funciones y el líder morado acabó mostrando una izquierda fragmentada que desmotiva a sus votantes. ¿El PSOE apuesta a la desmovilización del electorado progresista para que descienda UP, con la inestimable ayuda de Errejón, y así forzar la abstención de un Rivera debilitado? Es una hipótesis que algunos dirigentes morados barajan y que solo en Ferraz podrían confirmar. Esa teoría conlleva el riesgo de que, de salir mal, el próximo huésped de Moncloa pueda ser ungido por la ultraderecha.