Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Legado en los huesos»

El ojo miope de Tarttalo

Nadie le puede negar a Fernando González Molina su pericia artesanal a la hora de sacar todo el rédito posible a un proyecto que naufraga en su parte más esencial, un guion excesivamente pendiente de situarse por delante de la deducción del espectador y que recurre a lo abracadabrante para lograr su propósito. El cineasta se limita a intentar llevar a buen puerto un proyecto excesivamente deudor de la primera entrega –constantemente se obliga al espectador a rememorar los pasajes de “El guardián invisible”– y se emplea a fondo en dotar al conjunto de un cuidado envoltorio visual en el que los escenarios naturales vuelven a ser fundamentales. La cuidada atmósfera es lo más destacado de un thriller que coquetea con el drama y en el que los personajes son resueltos mediante arquetipos espoleados por frases que a ratos chirrían debido a su ampulosidad dramática. Todas estas carencias se revelan a través del siempre complejo recurso del flashback, un arma de doble filo que en esta oportunidad, tiene como objetivo rellenar los huecos de un guion que como he dicho antes, tienen como objetivo descolocar al espectador y evitar que se adelante a las conclusiones. Excesivamente pendiente de aclarar cada una de las subtramas que baraja el original literario de Dolores Redondo, lo que asoma en la pantalla se transforma en un batiburrillo que dificulta el seguimiento de la historia central. Y en este apartado, lamentablemente, lo único que provoca el recurso de los flashback es entorpecer aún más el ritmo y la tensión que se le presupone al filme. Otro elemento protagónico es, como ya quedó patente en la primera entrega, la utilización de elementos mitológicos de la cultura vasca que funcionan como meros macguffins y que no son más que una reinvención de los códigos visuales que ya hemos podido disfrutar en producciones estadounidenses como “Seven”.