«Las sociedades que produjeron barbaridades no eran tan distintas»
Autora del libro “Chile, memorias de la Moneda: La (re)construcción de un símbolo político”, en su proyecto de postdoctorado la historiadora María Chiara Bianchini hizo una comparativa entre los lugares de memoria de Madrid y Santiago de Chile.
La historiadora María Chiara Bianchini aboga por trabajar la memoria desde una visión crítica y desde el cuestionamiento para que no se limite a un memorial. «¿Por qué las víctimas fueron víctimas? ¿Los héroes y los asesinos eran tan excepcionales? ¿Por cuáles intereses algunas verdades pueden quedar ocultas durante décadas? Creo que son preguntas que pueden servir para la educación ciudadana», afirma en entrevista a GARA antes de participar en el seminario Oroimenaren Hariak.
¿Qué se entiende por memoria histórica?
Es un concepto interesante porque se utiliza principalmente en el contexto español. En otros países solo se utiliza el término «memoria» a secas. Eso ocurre, por ejemplo, en Chile o Argentina. ¿Cómo interpreto el hecho de que aquí se hable principalmente de «memoria histórica»? Porque existe un conflicto por el reconocimiento público de determinados relatos sobre el pasado que se han mantenido acallados, censurados y que no han tenido reconocimiento oficial. Estos relatos buscan el reconocimiento público desde el activismo, la investigación, etc, reivindican ser parte de la «Historia». En América Latina hay una tradición de activismo popular tan enraizada y presente que tal vez el tema institucional queda más en segundo plano.
En Chile, fueron los propios vecinos y víctimas quienes reivindicaron el centro de detención y tortura Villa Grimaldi como un espacio de memoria.
En Chile, por ejemplo, los sitios de memoria han surgido todos de la lucha popular. Han sido siempre los movimientos vecinales y agrupaciones de víctimas quienes han reivindicado los centros de detención y tortura de la dictadura. Es el caso, por ejemplo, de Villa Grimaldi, que es el sitio de memoria más antiguo. En muchos casos eran lugares que habían sido abandonados, que estaban en proceso de venta y se dio la conformación de plataformas ciudadanas que con mucha insistencia y obstinación han estado reivindicando su derecho sobre esos espacios. En Chile han logrado presionar a las autoridades, que en muchos casos eran muy reticentes, hasta el punto de lograr reconocimiento institucional. En muchos casos estos lugares son gestionados de forma casi completamente autónoma por estas plataformas ciudadanas, incluida su financiación, pero el Estado los reconoce. Con respecto a Argentina y en concreto a la ESMA, una diferencia es que en Argentina las instituciones públicas, desde antes que en Chile y con una actitud más decidida, han tomado un rol protagonista en la conformación de las políticas y sitios de memoria. Ha habido una presencia institucional más fuerte, esto se vio, sobre todo, en los gobiernos de los Kirchner. En el caso español, y esto lo vi cuando hice el estudio comparativo con el caso de la excárcel de Carabanchel, en Madrid, por mucho que la ciudadanía se hubiera movilizado, las instituciones se han quedado sordas. Son tres modelos de relación entre ciudadanía e instituciones en el ámbito de la reivindicación de la memoria.
¿Cómo podemos insertar estos espacios «incómodos» en la sociedad actual?
Estos sitios –muchos de ellos cerrados y de propiedad militar– pueden ser muy útiles desde el momento en que gracias a la memoria se convierten en espacios públicos en los que se generan intercambios y proyectos sobre el pasado y sobre su uso público, así como diferentes experiencias de gestión entre distintos colectivos. En los casos que yo he estudiado, este potencial de creación de ciudadanía crítica está sobre todo en aquellos sitios que tienen la posibilidad de una gestión más autónoma. Hablo de una gestión desde abajo que implica inventar formas de asamblearismo para la toma de decisiones entre distintos colectivos, así como el continuo debate sobre cuál es el objetivo pedagógico de la memoria, el objetivo político de lo que se está haciendo.
Muchos escolares visitan los centros clandestinos de detención. ¿Qué valor adquieren estas visitas para la memoria?
Es un tema complicado porque desde hace unos años todos hemos dado por hecho que la educación en lo que pasó ya de por sí sirve para crear una sociedad mejor e impedir que las cosas del pasado se vuelvan a repetir. Creo que la experiencia de las dos últimas décadas en políticas de memoria es suficiente para pensar que a lo mejor no es así, que aunque todos los escolares del mundo visiten los sitios de memoria, eso no impide que se sigan produciendo las violaciones de derechos humanos, Considero importante que estos sitios no se utilicen solo para «aleccionar», en el sentido que el público únicamente sea receptor de determinados relatos sobre el pasado. Lo que me parece interesante es que en esos espacios se pueda desarrollar el pensamiento crítico, que a los escolares se les pueda, por supuesto, motivar a una empatía con los dolores y sufrimientos de las personas cuyas historias están relatadas allí, pero también cuestionar, debatir y que se planteen las preguntas que en los medios de comunicación o en las propias escuelas es difícil hacerse. ¿Por qué las víctimas fueron víctimas? ¿Los héroes y los asesinos eran tan excepcionales? ¿Por qué llega una sociedad a aceptar y a colaborar con regímenes así? ¿Por cuáles intereses algunas verdades pueden quedar ocultas durante décadas? Creo que son preguntas que pueden servir para la educación ciudadana.
¿Estamos frente a una banalización de estos sitios de memoria? El Museo de Auschwitz ha pedido a los visitantes que se abstengan de hacerse selfies.
La de los selfies en Auschwitz fue una polémica interesante. Es un tema complejo. ¿Qué es lo que no se banaliza y no se mercantiliza? Vivimos en una cultura neoliberal en la que todo, incluida la memoria y los crímenes del pasado, se puede transformar en una mercancía. ¿Qué se les puede reprochar a los dos millones de visitantes de Auschwitz porque van y se hacen selfies? Estos sitios también se convierten en polos turísticos, tienen un merchandising. Las cosas negativas como la banalización o mercantilización están presentes, pero siempre queda algo bueno, algo útil. Porque aunque te hagas un selfie, igual te queda una información interesante o una pregunta que te va a marcar para tus reflexiones y actitudes políticas. Mi opción es trabajar en lo positivo y darle espacio para que crezca, no quedarnos en lo negativo porque esas formas de banalización las podemos encontrar en absolutamente todo.
Tras el estudio comparativo que hizo entre Villa Grimaldi y Carabanchel, ¿le sorprendió que no quede nada de esta antigua cárcel franquista?
No me ha sorprendido porque son distintas historias. Lo que sí me ha sorprendido en el caso de Madrid y de Carabanchel es ver cómo la lucha por la memoria se ha nutrido de las experiencias de América Latina. Ciertos lenguajes y formas de activismo que no se habían visto, de repente llegan y son asumidos por grupos y asociaciones locales, por ejemplo en el caso de Carabanchel. En su momento, cuando reivindicaron Carabanchel, las instituciones no estaban preparadas para aceptar ninguna reivindicación de este tipo. De hecho, la forma en como destruyeron la cárcel fue bastante reveladora de ese miedo, de ir a destruirla nocturnamente para que nadie se enterase. Pero, por supuesto, todo el mundo se enteró. Lo bonito es que algunas cosas han quedado en pie e, incluso, los vecinos te muestran parte de los subterráneos de la cárcel que emergen del suelo. Hay lugares en los que con menos vestigios se ha construido un memorial, como las Topografías del Terror en Berlín. Lo que me llamó la atención fue que a pesar de la destrucción material del edificio, sigue habiendo memoria. Las personas que se han reunido alrededor de la reivindicación de este lugar siguen siendo una plataforma activa, incluso se escucha más de Carabanchel desde que ha sido físicamente destruida. Es un buen ejemplo de patrimonio inmaterial asociado a los sitios de memoria. Además, en realidad sigue existiendo una instalación que era parte del recinto penitenciario franquista, y que desde 2005 funciona como Centro de Internamiento de Extranjeros –el CIE de Aluche–. La reivindicación de la memoria en este sitio puede, y en mi opinión debería, unirse al activismo por el cierre del CIE y los derechos humanos de las personas migrantes. O sea, con lo que queda de Carabanchel todavía se pueden hacer muchas cosas.
Volviendo a Chile, otro de los lugares emblemáticos es el Estadio Nacional. Aunque sigue siendo un recinto deportivo, se recuerda que fue un centro de detención y tortura.
Estuvo abierto durante dos meses y llevaron presos de todo Chile de una forma indiscriminada en la primera ola represiva tras el golpe de Estado contra Salvador Allende. Todo el mundo lo sabía. A los dos meses, sacan a todos los presos, lo limpian y hacen partidos de fútbol como si nada hubiera pasado. Así se queda durante toda la dictadura y la transición hasta que a principios de la década de los 2000, con la nueva ola del discurso público de la memoria, entidades ciudadanas empiezan a reivindicar el sitio. Ahora bien, ¿puedes convertir todo un estadio en un monumento? La solución que encontraron fue la de dar una protección específica a unos espacios concretos, por ejemplo al camerín de mujeres, una galería de acceso al estadio central, y al camerín del velódromo. La gestión de los mismos fue concedida a una plataforma que había surgido para reivindicar el Estadio Nacional como espacio de memoria. Gran parte del Estadio ha sido reformado, pero estos lugares están intactos; producen una sensación muy fuerte cuando los visitas. Una parte de las gradas se ha mantenido, siguen estando las mismas gradas de madera de las famosas fotos de 1973. Por la noche se iluminan con el mensaje «un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro». Es visible desde todos los puntos del estadio. Cuando la gente va a ver un partido, a lo mejor sin ningún interés por el pasado sangriento del estadio, está delante de ello. Eso es un mensaje potente.
¿Cómo se debe trabajar la memoria?
Desde la crítica, hay que entender que las sociedades que produjeron aquellas barbaridades no eran tan distintas de las sociedades en las que vivimos y en las que también producimos muchas barbaridades. Y si decidimos hablar de la memoria en términos de derechos humanos, eso tiene unas consecuencias éticas y políticas sobre cómo miramos el presente. Eso puede hacer que la memoria sea algo vivo y no se quede simplemente en un monumento conmemorativo, sino que sea una fuerza que contribuya a construir unas sociedades más conscientes y a lo mejor un poco más justas.