Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

El año en que hablaron las calles

En América Latina el 2019 fue el año de las grandes manifestaciones, con estallidos sociales y levantamientos que mostraron la indignación de millones, gritando su descontento contra políticas neoliberales focalizadas en los modos extractivistas que destruyen la naturaleza y el tejido social.

Esta oleada de protestas comenzó en junio de 2013 en Brasil y se fue extendiendo paulatinamente a la mayoría de países de la región. Las causas son siempre las mismas: el crecimiento de la desigualdad, en un polo, y la evaporación del futuro de los jóvenes, en el otro.

Las más extensas se produjeron en Haití y duraron todo el año. En febrero comenzó una serie casi ininterrumpida de protestas exigiendo la renuncia del presidente Jovenel Moïse, acusado de dilapidar, junto a miembros de su Gabinete, hasta 3.800 millones de dólares en préstamos de la venezolana Petrocaribe.

Los manifestantes pertenecen en su mayoría a las camadas más pobres de Haití, que viven en barrios miserables y altamente contaminados. No consiguieron el objetivo de la renuncia del presidente, en gran medida por la actitud renuente de la comunidad internacional, el apoyo de Estados Unidos al Gobierno corrupto y el silencio de los grandes medios de comunicación.

En Ecuador se produjo un levantamiento indígena y popular en contra de medidas del Gobierno de Lenin Moreno, inspiradas por el FMI, dirigidas al aumento del precio de los combustibles que redundaría en el alza generalizada del costo de vida.

La Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) encabezó el levantamiento con la toma de Quito, a la que se sumaron jóvenes de los barrios populares, mujeres de todos los sectores, sindicatos y estudiantes. Luego de once días de combates en el casco antiguo y de la huida del presidente a Guayaquil, consiguieron echar abajo el paquete de medidas económicas.

En consulta con las bases, decidieron poner fin al levantamiento (uno de cuyos lemas centrales fue «ni Moreno, ni Correa»), ya que optaron por evitar que ninguno de los actores políticos se aprovechara de la decena de muertos y cientos de heridos con que se saldó la acción colectiva. No se desmovilizaron sino que convocaron un parlamento indígena y popular en el que participa la enorme diversidad del movimiento social ecuatoriano, para formular un programa de soluciones a la crisis.

En Chile se produjo un estallido que ya lleva tres meses, con millones en las calles, contra un modelo excluyente que ha mercantilizado todos los aspectos de la vida. El paraíso del neoliberalismo se fracturó por el activismo de los jóvenes secundarios (que desde 2001 protagonizan revueltas casi ininterrumpidas), que abrieron brecha al saltarse los molinetes del metro en protesta por un nuevo aumento del billete.

En el estallido confluyen actores que vienen activando desde hace dos y tres décadas. El pueblo mapuche, símbolo de dignidad y rebeldía; los estudiantes secundarios que realizaron tres grandes ciclos de protesta en 2001, 2006 y 2011 con millones en las calles y cientos de institutos ocupados y autogestionados; las feministas, que en 2018 tomaron 32 facultades e hicieron caer a varias vacas sagradas de la academia; y otros actores más puntuales como el movimiento en defensa de las pensiones, que fueron privatizadas por el régimen de Pinochet.

El Gobierno de Piñera estuvo cerca de caer, pero una parte de la izquierda apoyó su propuesta de convocar un referendo para una nueva constitución, cuyo único objetivo es desgastar la protesta y fortalecer a la clase dominante que no hizo ninguna concesión. Lo que consiguió el Gobierno fue dividir a la oposición y aislar al sector más consecuente de la izquierda, pero en modo alguno pudo doblegar la protesta.

Las masivas movilizaciones juveniles en Colombia fueron una sorpresa hasta para sus propios impulsores. Si en los casos anteriores fueron los indígenas y los jóvenes los que abrieron brecha, aquí fue el movimiento sindical quien encabezó la movilización con un paro nacional el 21 de noviembre. Cientos de miles de jóvenes desbordaron la convocatoria y enfilaron sus baterías contra la corrupción y la desigualdad, en general, y en particular contra el presidente Iván Duque, heredero del ultraderechista Álvaro Uribe.

Uno de los reclamos centrales del movimiento es la desarticulación del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), que es una pieza clave en el control de manifestaciones con una lógica de contrainsurgencia. Al cuerpo se lo responsabiliza de más de 30 manifestantes muertos desde su creación en 1999 y en particular del estudiante Dylan Cruz, de 19 años, cuya muerte pasado provocó una oleada de indignación en todo el país.

Este ciclo de protestas, el más intenso desde comienzos de 2000, presenta alguna enseñanzas de nuevo tipo.

La primera, es que no alcanza con las manifestaciones. En muchos casos decaen cuanto el poder convoca elecciones. En otros, y esto es decisivo, es la derecha quien se beneficia de protestas legítimas, como sucedió en Brasil y en Bolivia, al actuar de forma oportunista echando a sus huestes a la calle y activando instituciones afines.

Por eso es importante que haya un buen nivel de organización popular. La fuerza de la Conaie en Ecuador, impidió que políticos oportunistas pescaran en la revuelta. Cuando la calle decaiga en Chile, quedarán como saldo positivo las más de cien asambleas territoriales de Santiago, y otro tanto en otras ciudades, que darán continuidad y forma a la indignación.

El segundo aprendizaje, es la necesidad de proyectos propios, decididos por los sectores populares e implementados por ellos. Tenemos una larga historia de partidos que usurpan la indignación colectiva para pactar cuotas de poder en las alturas. No alcanza con denunciarlos, si no somos capaces de construir nuestras propias agendas.

En 2020 continuarán las movilizaciones, ya que las condiciones que las provocaron no se han modificado en ningún lugar, mucho más allá de quienes ocupan los gobiernos.