Karlos ZURUTUZA
Tel Tawil
DESDE ROJAVA, KURDISTÁN SIRIO (Y III)

LOS ÚLTIMOS CRISTIANOS DEL JABUR

Huyeron del genocidio en Anatolia hace cien años y fueron diezmados por el Estado Islámico (ISIS) hace tres. Hoy es la ofensiva de Turquía y sus aliados islamistas sobre el noreste de Siria la que puede acabar con los últimos cristianos del valle del Jabur.

Puede que nunca haya habido tanta gente en la calle principal de Tel Hafyan, pero hay que decir que casi nadie es de aquí. «¿Gente del pueblo? Creo que en aquella casa del fondo aún queda una familia, pero no te sabría decir», responde un hombre de entre un grupo de cinco que intenta sacar una camioneta del barro. Son todos de Serekaniye, como la inmensa mayoría hoy en Tel Hafyan. La ofensiva turca del pasado 9 de octubre sobre una franja fronteriza de 130 kilómetros ha provocado el éxodo de más de 200.000 civiles (cifras de la ONU). Los pueblos abandonados por los cristianos en el valle del Jabur son lugares tan malos como cualquier otro cuando uno no puede volver a su casa. Edmon Lunan es uno de los pocos que se negó a abandonar la suya en Tel Hafyan.

«Vivíamos treinta y cinco familias en esta aldea, todas siríacas, pero la mayoría huyó en febrero de 2015, cuando el territorio cayó en manos del ISIS», recuerda Lunan, desde el salón de la casa que nos habían señalado antes. Algunos volvieron tras la caída del califato, pero la reciente ofensiva turca les ha hecho desandar el camino. En Tel Hafyan quedan hoy tres familias de las originales y este soltero que no tiene ninguna a la que proteger. Ayman al-Tamimi, uno de los mayores expertos en el fenómeno yihadista, asegura que, lo que Turquía ha dado en rebautizar como Ejército Nacional Sirio no es más que una amalgama de milicianos reclutados entre los rescoldos del antiguo Ejército Libre de Siria, las diferentes filiales locales de Al Qaeda y combatientes del Estado Islámico. Esa sería la infantería en el norte de Siria del segundo Ejército más grande de la OTAN.

La de los cristianos de Mesopotamia es una historia de persecución en bucle. Tras el genocidio armenio y siríaco de 1915, muchos de ellos huyeron a Irak, pero no tardaron en encontrar problemas allí también. Fue la masacre de Simel (Kurdistán Sur), en 1933, la que empujó a esta comunidad hacia Siria, hasta instalarse finalmente en el valle del Jabur. Llegaron a sumar hasta quince mil individuos en esta zona antes de que se repitiera la pesadilla: fue en 2015, justo en el centenario del genocidio en Turquía, cuando volvían a enfrentarse al horror, esta vez a manos del Estado Islámico. Lunan habla de dejá vu cuando se refiere a la última ofensiva de Ankara y sus aliados.

«Turquía, Al Qaeda, el califato… Llámalos como quieras, pero el objetivo es el mismo: el exterminio de nuestro pueblo», dice el siríaco, antes de ofrecerse a acompañarnos hasta la casa de William. Vive a unos cien metros de una pequeña estatua de la virgen a la entrada del pueblo; fue él quien repuso y arregló el altar de ladrillo que protege una cristalera después de que el ISIS lo redujera todo a escombros. William recuerda a los cientos que el ISIS secuestró en la zona hace tres años. «Mataron a varios y circularon los vídeos para recordarnos que teníamos que pagar si queríamos recuperarlos», dice este hombre que cubre su cabeza con una kufiya árabe roja. Solo las aportaciones que llegaban de una diáspora siríaca desperdigada por todo el mundo evitaron entonces un reguero de sangre mucho mayor.

Enfilamos juntos hacia el pequeño cementerio de Tel Hafyan a través de una calle a la que siguen llegando desplazados de la zona cero. Para muchos será una etapa más de una travesía que acabará en el campo de refugiados de Washokani, al sur de Hassaka, o en el de Bardarash, ya en la Región Autónoma Kurda de Irak. A menos de diez kilómetros de la primera aldea bajo control yihadista, Tel Hafyan está demasiado cerca del frente como para quedarse. Lunan dice que les han abierto las puertas de sus casas. «Están casi todas vacías y son muy respetuosos. Tampoco es para tanto», apunta William. Sus cuatro hijos se reparten hoy entre Alemania y Suecia. «No volverán. ¿A qué? ¿A dónde? ¿Aquí?», suelta este cristiano caldeo, mirando a su alrededor sin fijar la vista en ninguna parte.

La imagen se repite en Tel Nasri, a apenas un par de kilómetros de Tel Hafyan: más fango, más desplazados y más niños jugando entre los charcos y escombros de una preciosas iglesia destruida por el ISIS en la Semana Santa de 2015. La Administración del noreste de Siria ha construido una nueva, más humilde, eso sí, pero que habría de ofrecer el mismo servicio. Ya nos han dicho en el checkpoint a la entrada que permanecerá cerrada «hasta que los vecinos vuelvan». Los pocos que quedan, o son muy mayores para jugarse las caderas entre la basura y el barro, o han perdido la fe, que nos decía aquel miliciano kurdo a la entrada. Lo cierto es que no encontramos a ninguno.

Una habitación con vistas

Si bien la ofensiva del pasado mes de octubre es el episodio más reciente de una campaña que busca desplazar a los kurdos lejos de la frontera turca, para muchos no es más que la continuación de lo sucedido en enero de 2018 en el cantón kurdo de Afrin, hoy en manos de las mismas milicias islamistas que amenazan a los cristianos de esta zona. Entre aquel éxodo también masivo se contaba una pequeña comunidad evangélica de conversos; mientras huían con el resto, las milicias apoyadas por Turquía y la aviación de esta se encargaban de reducir a escombros yacimientos arqueológicos de gran valor, como el de Ain Dara, templos yezidíes y una histórica iglesia maronita.

En una entrevista concedida recientemente a la cadena kurda Rudaw, Sanharib Barsoum, líder del Partido de la Unión Siríaca, recordaba lo sucedido en Afrin antes de denunciar el «nefasto papel» que ha jugado Turquía contra todo el pueblo sirio «apoyando a elementos islamistas desde el principio de la revolución». Asimismo, Barsoum apelaba a la responsabilidad de la coalición internacional para garantizar la estabilidad y la paz al este del Éufrates, a la vez que pedía una respuesta «más contundente» contra Turquía. Por el momento, no hay respuesta más allá de alguna tímida declaración. Mientras tanto, Human Rights Watch y Amnistía Internacional hablan de «crímenes de guerra» que incluyen ejecuciones de civiles y el saqueo de sus propiedades, todo ello a menudo documentado por los propios yihadistas y hecho público a través de sus redes.

En el valle del Jabur, los desplazados kurdos y árabes que abarrotan las calles y las casas de Tel Nasri y Tel Hafyan transmiten cierta imagen de normalidad para una zona de conflicto. Tel Tawil, sin embrago, es un pueblo fantasma. La presencia yihadista en la vecina Daudie, a menos de un kilómetro, la excluye totalmente de la lista de los pueblos que pueden ofrecer refugio, aunque se trate de uno temporal. Los únicos foráneos aquí son una docena de milicianos siríacos y otra de árabes de las YPG que hacen de muro de contención frente al avance de los ocupantes. Caminamos por el pueblo, esta vez con escolta armada. La primera parada es la escuela, justo al lado del checkpoint levantado por la milicia siríaca. Al otro lado, la carretera lleva directamente hasta Daudie.

«¿Queréis que os enseñe el colegio?», nos dice Isa Esheia, un profesor de Primaria que parece decidido a esperar a que los casi doscientos alumnos del colegio vuelvan a clase. Caminamos por pasillos en los que no hay niños, ni tampoco familias de desplazados como en las escuelas de Hassaka. Solo silencio. Tras la visita descubrimos que Elijah Iso, el bedel, tampoco ha abandonado su puesto. «Claro que tenemos miedo, pero prefiero morir aquí que pudrirme en una tienda de campaña», suelta este hombre de 64 años. Dice que aún queda medio centenar de habitantes en Tel Tawil, pero cuesta creerlo. Ya nos han avisado de que hay que buscarlos dentro de sus casas.

Hoshab tarda en abrir la puerta. Cuando finalmente lo hace, intenta evitarnos sin resultar brusco. Solo es un viejo sin educación, repite desde el umbral; no sabe nada de la guerra ni entiende lo suficiente para contarnos algo que nos pueda interesar. Le explicamos lo obvio, que su testimonio como uno de los últimos residentes de Tel Tawil nos es valiosísimo. Acabamos pasando hasta la cocina para descubrir que les hemos interrumpido a él y a su mujer, Hadare, en mitad de una comida a base de pasta con tomate y pan. Hadare, no obstante, parece contenta por la inesperada visita e insiste en abrazarnos. Dice que chapurrea algo de árabe, pero que su lengua materna es el suroyo, la versión moderna local del arameo. Se la entiende con dificultad, aunque lo suficiente para descubrir que la anciana desconoce siquiera que haya una guerra en curso.

«Seguimos haciendo las compras en Tel Tamer como siempre. Todo es normal, ¿sabéis?», dice, sorprendida por la pregunta.

La única decoración en la estancia es el retrato de un primo muerto hace años. Bajo la misma, hay una ventana con vistas a la aldea de Daudie. Hoshab sabe que el enemigo está justo enfrente, pero sonríe como el que intenta quitarle hierro al asunto. Luego se vuelve a disculpar «por no saber nada y no poder ayudarnos». «No tenemos hijos, ¿a dónde íbamos a ir?», dice antes de despedirse, y con esa sonrisa que ha de protegerle del infortunio.

Cincuenta metros más adelante hay una casa más destripada por los proyectiles que llegaron desde la aldea de enfrente. Hay que caminar sobre el escombro en la cocina y la sala de estar para llegar al dormitorio: una cama con un cabecero en forma de abanico en madera blanca, armarios y cajoneras descarriladas a juego. Otro hogar del que se extirpó la vida hace muy poco.

Este reportaje es un avance de “Éxodo, huir entre el escombro”, un proyecto de investigación periodística de Euskal Fondoa