Dabid LAZKANOITURBURU
EL MUNDO DESPUÉS DEL CORONAVIRUS

Disrupción civilizatoria, reacción o aceleración de las actuales tendencias

La distopía que vive medio mundo con esta pandemia –para otro medio las circunstancias, estructuralmente distópicas, de momento no han cambiado–, alumbra el debate entre los que la ven una oportunidad para cambiar el mundo, los que temen una regresión estatal-autoritaria y los que auguran que a lo más acelerará el ritmo de procesos ya en marcha

Toda crisis, y más una de semejantes proporciones, genera un estado de ansiedad social que combina el pavor al día después con la proyección de las propias esperanzas, sueños y utopías a ese mismo futuro, en un mecanismo de contrapeso o antídoto mental que sirve precisamente para atemperar ese malestar general.

Los discursos van de la desesperanza más absoluta a la euforia, en un recorrido de ida y vuelta que debe más al sicoanálisis social que a la comprensión, realmente compleja, de un escenario hasta hace días poco menos que inconcebible.

La perplejidad por el impacto y alcance de la crisis del coronavirus encuentra terreno abonado en una época marcada por la inestabilidad y en un mundo anclado en un paréntesis en el que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no acaba de nacer.

La aún irresuelta crisis global del 2008-2009 hizo estallar la burbuja que en los ochenta había predicho el fin de la historia. La siguiente década ha sido una sucesión de protestas, muchas de ellas sin rumbo, y de tentación de regresar a las cavernas políticas del autoritarismo.

Y en esas ha estallado la actual crisis pandémica, para no pocos analistas la «madre de todas las crisis», que alumbrará, según algunos, un mundo nuevo, a nivel sanitario, medioambiental y social –e incluso civilizacional– o que, según otros, profundizará más en las tendencias autoritarias y promotoras de la desigualdad –«sálvese quien pueda» tanto en la esfera privada como en el concierto de las naciones– que se han consolidado en los últimos decenios

No falta, sin embargo, quien se limita a apuntar que, más allá de que todos –casi todos– seremos más pobres, el mundo no cambiará demasiado, desde luego no a mejor.

Pensar que el hecho de que vayamos a ser más pobres nos vaya a inmunizar contra el egoísmo, tan desgraciadamente humano, no se compadece con la realidad histórica. Es posible, sí, sobre todo deseable y a todas luces necesario a la vista del impacto de la crisis en la mayoría de los sistemas sanitarios del mundo, que salgamos de esta valorando más lo público.

Otra cosa es que esa constatación tenga traslación política y sea escuchada por las diligencias de los países. El ejemplo de la respuesta a la crisis del 2008, que consistió en un rescate general de la banca a cuenta de las arcas públicas para profundizar a continuación en los recortes y las privatizaciones invita a todo menos al optimismo.

Tampoco cabe descartar, frente a los que defienden que esta crisis reforzará nuestras pulsiones comunitarias, que el confinamiento, y la que se anuncia lenta y reversible desescalada, termine premiando un modo de vida más individualista, a escala urbana y social.

Ese modelo de socialización que popularmente se bautiza como europeo, si se quiere nórdico, se presenta en contraposición al modo de vida mediterráneo. Una dicotomía repleta de tópicos tan autojustificatorios («nosotros sí que sabemos vivir«) como los que, desde la otra orilla, contraponen a los vagos, despilfarradores e incompetentes países del sur de Europa con el eficaz, ahorrador y trabajador del norte del continente.

Pero todo tópico ilumina su cara oculta de verdad, que tiene además mucho que ver con el devenir histórico de las sociedades (en este caso que nos ocupa la moral católica del «Dios proveerá» frente a la ética protestante del trabajo).

Y en cuanto a modelos de socialización no me refiero a los bares y a tipos de ocio, sino a algo mucho más profundo como el rol de la familia y su extensión, la proximidad y relación entre distintas generaciones… en definitiva a un modo de vivir en comunidad que, más que por factores geográficos o climáticos –que también–, se explica en clave histórico-cultural.

Ya hay expertos que, sin obviar que lo realmente decisivo es la fortaleza del sistema sanitario y una ágil gestión de la pandemia, debaten la relación entre su desigual impacto y los distintos modos de vida.

No es fácil predecir el impacto a futuro del abismo sanitario y económico al que nos aboca el Covid- 19 y, frente a tantos augures, no me atrevo a hacer mía la consigna de que asistiremos a una ruptura histórica total.

Pero, sin llegar a hablar de un antes y un después de la pandemia, es evidente que sus consecuencias se harán notar, y mucho. Este tipo de crisis actúan, sobre todo, como aceleradoras de procesos en marcha, con lo que es de prever que las tendencias se agudizarán en el tiempo, aunque el ritmo dependerá asimismo de otras circunstancias.

La crisis del sistema-mundo instaurado por Occidente, y capitaneado en exclusiva desde el desplome de la URSS en los ochenta, es anterior al «bicho». Y probablemente le sobrevivirá, pero aún más debilitado.

Se da la paradoja de que, al vencer por agotamiento a su némesis, el llamado «socialismo real», su contrario, el occidentalismo liberal, perdió de repente todo su pulso, su razón de ser, embarcándose en una carrera neoliberal, una borrachera del vencedor, que le está llevando inexorablemente al abismo.

El cada vez más denostado orden liberal (democracia representativa) está sufriendo un nuevo golpe en su legitimidad en estos días debido a la percepción de su ineficacia para encarar las consecuencias de una pandemia de este tipo.

Lo que ha hecho esta crisis, como todas, es destapar aún más esas carencias, erosionando aún más lo que quedaba de su ya desgastada aureola.

Pero el problema viene de atrás. Y es que al vincular el austericidio y el desprecio a lo público con las libertades políticas, el orden liberal se pegó un tiro en el pie que puede convertirse en un disparo en la sien si el modelo de democracia europeo reacciona a esta crisis con una vuelta de tuerca similar a la que impuso tras el desplome de 2008-2009.

Esa identificación explica, junto a la ausencia de políticas comunes y valientes ante la avalancha de refugiados de 2015, el auge de la extrema derecha, el triunfo del Brexit y el refuerzo de la legitimidad de fórmulas iliberales como las que promueve el húngaro Viktor Orban.

Más allá de cuestiones espinosas como los coronabonos ( la mutualización de la deuda es ideal para los que deberían devolver más, pero poco atractivo para los que pagaban menos, o incluso cobraban), la respuesta conjunta que de finalmente el Consejo Europeo del jueves será decisiva para atisbar si a la UE le queda futuro o se convierte en el primer gran actor internacional víctima de esta crisis.

Los europeos saben que no pueden contar ya con el tradicional «amigo americano», no al menos mientras el magnate Donald Trump siga en el poder.

Las presidenciales, previstas en noviembre en el país que es de lejos el epicentro mundial de la pandemia, serán decisivas, y no solo en clave interna sino para el futuro no ya de la UE sino del tocado orden mundial.

Un triunfo de Trump –las encuestas no le son desfavorables pese a la implosión de la economía y la explosión de paro– reforzaría el modelo «America First» dibujado por el magnate en su primera legislatura.

Conviene señalar que, frente a una opinión muy extendida, la respuesta electoral ante este tipo de cataclismos –y el que asola a EEUU lo es, sin duda– no supone mecánicamente el castigo a los dirigentes a los que les ha tocado gestionarlo.

Al contrario, la visibilización del poder que ofrecen estas crisis y la dilución de la labor opositora y fiscalizadora en un escenario en el que se alimenta el discurso uniformizador y acrítico, pueden producir el efecto contrario, premiando a los gobiernos actuales o en funciones.

Lo visto en recientes procesos electorales y crisis políticas, desde Corea del Sur hasta Israel, avala esta segunda hipótesis.

La propia gestión de la pandemia, que pasa por cerrar fronteras e imponer estados de excepción, refuerza precisamente esa tentación de imponer una visión del imperio del Estado, en desprecio a una arquitectura internacional (ONU, OMS…) ya de por sí endeble y sin potestad ejecutiva –real– alguna.

Un refuerzo de los Estados que, a su vez, y como estamos padeciendo muy de cerca, sirve en nombre de la urgencia de la situación como refuerzo del centralismo y de legitimación de sus mecanismos represivos, lo que socava hasta la más tímida petición de descentralización de la toma de decisiones.

De vuelta al «America First», es posible que la crisis no pase factura a Trump, pero lo hará sin duda a EEUU, que seguirá su declive en la arena internacional, declinar que explica en buena parte su creciente y añorado aislamiento: esa especie de reacción reafirmadora que sigue a la mitificación-nostalgia por un pasado que nunca volverá.

Pero, de ahí a dar por muertos a los EEUU va un trecho que solo podría cubrir de un salto una hecatombe sin parangón por la pandemia o el comprensible deseo de venganza histórica.

Lo que sí está claro es que China continuará horadando la posición de la todavía primera gran potencia, en todos los terrenos. Más allá de la fiabilidad de la gestión inicial de Pekín y de su balance de la epidemia que surgió en Wuhan –las dudas no se limitan a China– y dejando a los conspiranoicos el debate sobre su origen, el gigante asiático aprovecha que también es pionero (primero) en haber frenado el virus para impulsar, desde su posición de fábrica del mundo, y con envío de ayuda sanitaria urbi et orbe, su reposicionamiento en el mundo.

En paralelo, y con iniciativas como la Ruta de la Seda e inversiones estratégicas en nuevas tecnologías (5-G), China va ganando terreno en Asia, África, Europa e incluso en Latinoamérica, para desesperación de EEUU. El hecho de que en 2019 fuera líder en patentes dice más sobre la dinámica china que todas las campañas de demonización y de endiosamiento, que de todo hay, del modelo chino.

Un modelo que tampoco está claro que vaya a salir fortalecido de esta crisis, y que arrastra asimismo déficits estructurales, sobre todo porque vincula su legitimidad a un bienestar social y económico no necesariamente automático, como se ha evidenciado con la pandemia. Y, además, si China aspira realmente a suceder a EEUU en el liderazgo global, se encontrará con la inevitable decisión de dejar de ser un actor mercantilista y asumir los riesgos, servidumbres y exposiciones inherentes al cargo.

Frente a las dudas y el pavor que genera en no pocos el ejemplo de Pekín, la vista se ha dirigido hacia gestiones exitosas de la pandemia como las de Corea del Sur, y ya en menor medida, Taiwán, Singapur...

Todos ellos, junto al chino, parten con la ventaja de haber conocido de primera mano epidemias anteriores como el SARS, la gripe aviar y el MERS.

Y, sobre todo, de no andarse con miramientos a la hora de aplicar medidas draconianas que van desde confinamientos muy estrictos a control de los contagiados y sus eventuales contactos con técnicas como aplicaciones de geolocalización a través del móvil, programas de reconocimiento facial, cámaras de vigilancia...

Malo sería que, además de no aprovechar la crisis como oportunidad, acabáramos importando lo peor de otros sistemas, confundiendo comunidad con uniformización acrítica, autoritas con autoritarismo. Nosotros no lo mereceríamos, pero seguro que tampoco los surcoreanos, los taiwaneses..., ni los chinos.