Txente REKONDO
Analista Internacional
IGLESIAS ORTODOXAS Y CONFLICTOS POLÍTICOS

Cismas ortodoxos en clave «nacional» en el este de Europa

El papel de las diferentes religiones, y de sus respectivas iglesias, en el ámbito político ha sido una constante en la historia. Estas instituciones religiosas siempre han pretendido ir más allá del ámbito espiritual y sus posicionamientos han buscado, en más de una ocasión, cimentar su poder también en el ámbito político y terrenal.

La desaparición de la Unión Soviética, y la posterior destrucción de Yugoslavia, trajeron consigo la reaparición en la escena pública y política de las distintas iglesias.

A partir de 1989, las comunidades religiosas en Europa central, del este y del sudeste se han visto inmersas en un proceso de reconstrucción, y su peso y visualización social ha crecido. Algunos autores definen ese proceso como desecularización.

Ese proceso se va a manifestar de diferentes maneras: como una reafirmación y una revitalización de la iglesia, como una vuelta a los valores tradicionales, un renacimiento de la religión y la Iglesia y el regreso de lo sagrado, e incluso como una reconquista religiosa.

Esas iglesias ortodoxas se han ido conectando en ocasiones con la nueva ideología dominante en sus respectivos países, involucrándose activamente en la política. El mundo ortodoxo va a ser testigo de una exacerbación de los símbolos religiosos y políticos en el dominio público.

Una de las claves es la organización de las iglesias ortodoxas. Sin una estructura centralizada dentro de la ortodoxia, las iglesias organizadas a través de líneas nacionales tienen una autonomía significativa y, ello les permite desarrollar características nacionales distintas. Al hacerlo, a menudo se convierten en símbolo y una referencia nacional para sus comunidades.

Otro elemento clave ha sido el conservadurismo y la intolerancia. Las jerarquías eclesiásticas no han dudado en estrechar sus relaciones con las autoridades políticas y religiosas.

Ya en el siglo XIX, los procesos de construcción del Estado-nación en esas regiones de Europa supusieron la colaboración entre las iglesias ortodoxas y las autoridades gubernamentales. A partir de la última década del siglo XX, estos movimientos volverán a reproducirse.

La crisis de los últimos años entre Rusia y Ucrania también ha tenido un importante foco en el entramado de las iglesias ortodoxas ucranianas. La declaración de independencia de Ucrania en 1991 estuvo acompañada de intentos, por parte de sectores ortodoxos ucranianos, por crear una Iglesia ortodoxa ucraniana independiente del Patriarcado de Moscú. Tanto éste como el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla rechazaron esas pretensiones.

No obstante, este último decide en 2018 otorgar la autocefalia a la Iglesia ucraniana. Esta medida, apoyada por importantes sectores políticos y ortodoxos de EEUU, fue presentada por los dirigentes ucranianos como una victoria sobre Moscú. La decisión escenificó también el pulso religioso y político que mantienen las autoridades religiosas de Moscú y Constantinopla.

La estrategia de los sectores ortodoxos ucranianos estuvo sustentada en tres puntos: las presiones sobre el patriarca de Constantinopla, el apoyo incondicional del Gobierno de Kiev y la ayuda de los grupos de extrema derecha, que le permitió adueñarse por la fuerza de los centros religiosos hasta entonces bajo tutela de Moscú.

Ello ha permitido la restitución canónica en su cargo jerárquico a Filaret (Denysenko) como el patriarca de la Iglesia ortodoxa ucraniana del Patriarcado de Kiev, convirtiéndolo para algunos en el patriarca legítimo de toda Ucrania.

A finales del año pasado, el Parlamento de Montenegro aprobó la ley sobre la libertad de religión o creencia y el estatuto jurídico de las comunidades religiosas. En este escenario también emerge el enfrentamiento intraortodoxo entre las iglesias serbia y montenegrina.

Si bien una de las claves de ese enfrentamiento gira en torno a la autocefalia, también hay cuestiones históricas y, sobre todo, oculta un conflicto político sobre la identidad montenegrina: entre quienes se definen a sí mismos como montenegrinos y son defensores de la independencia de Montenegro y quienes se definen como serbios (aunque de Montenegro) y califican a Montenegro como «segundo Estado serbio».

Durante décadas, la Iglesia ortodoxa serbia en Montenegro ha jugado un papel fundamental en la consolidación de la identidad serbia de la población montenegrina, presentándolos como los descendientes de los serbios que emigraron al interior de Montenegro tras la batalla de Kosovo y que mantuvieron viva la llama de la ortodoxia y la identidad serbia.

Los partidarios de la independencia apoyaron el restablecimiento de la Iglesia montenegrina como parte de una estrategia más amplia que los ayudaría a alcanzar su objetivo declarado de restablecer un Estado montenegrino soberano e independiente. 

Ya en enero de 1991, se llevó a cabo un «Sínodo Nacional Montenegrino» que declaró su compromiso de restaurar la Iglesia ortodoxa de Montenegro autocéfala «para unir a los montenegrinos a través del culto a santos específicamente montenegrinos y, por extensión, ayudar en su objetivo más amplio de establecer un Estado independiente, con la Iglesia actuando de pilar central de una identidad nacional montenegrina distinta».

Si en el caso de Ucrania, Occidente maniobró para alejarla de Moscú, en Montenegro también se han dado maniobras para tensionar la situación y hacer ver que, como en el pasado, la coexistencia unida, religiosa o política, entre Serbia y Montenegro es inviable.

La religión estuvo presente en la disolución de Yugoslavia y continúa presente en las instituciones políticas, en las movilizaciones en nombre de los valores tradicionales, y en los propios procesos electorales.

La movilización política de las Iglesias ortodoxas permanece incrustada tanto en la estructura de la ortodoxia oriental como en las formas en que las sociedades del sudeste de Europa se involucran con la religión.