Ramón SOLA
TRAS LOS DOCUMENTOS DE LA CIA SOBRE LOS GAL

1995-97, PAPELES DEL CESID: LA ODISEA DE DESCLASIFICAR LA GUERRA SUCIA EN EL ESTADO ESPAñOL

UNA FILTRACIÓN DESDE EL CESID Y UN COMPLEJO COMBATE JUDICIAL EN EL QUE HASTA 33 JUECES DEL SUPREMO TOMARON POSICIÓN FUERON NECESARIOS PARA LA PRIMERA Y ÚNICA DESCLASIFICACIÓN DE DOCUMENTOS SECRETOS ESPAñOLES SOBRE GUERRA SUCIA EN EUSKAL HERRIA: FUE EN 1997 Y MERECE RECORDARSE POR LAS INICIATIVAS EN MARCHA TRAS EL INFORME DE LA CIA.

Como recordaba GARA este miércoles en la resaca de los documentos de la CIA desclasificados, la Ley de Secretos Oficiales franquista y la cerrazón de todos los consejos de ministros desde entonces han mantenido ocultos los papeles sobre la guerra sucia en Euskal Herria. Hay una única excepción: se produjo en 1995-97, cuando una filtración desde el Cesid (hoy CNI) sacó a la luz varios documentos de inteligencia en la misma línea ahora apuntada desde Estados Unidos... y cuando un enconado proceso judicial forzó al Gobierno a desclasificarlos.

El germen de aquel asunto es conocido y todavía recordado: las 1.200 microfichas que el coronel Juan Alberto Perote, exjefe de la Agrupación Operativa del Cesid, se llevó de «La Casa». Fueron viendo la luz en paralelo a hechos como el descubrimiento de los restos de Joxean Lasa y Joxi Zabala en Alicante en 1995, provocando un auténtico terremoto. Pero mucho menos que aquello se recuerda lo difícil que fue arrancar al Gobierno la desclasificación de algo que ya era público en los medios, a fin de que pudiera ser usado en los tribunales.

Iñigo Iruin sí lo tiene grabado en la memoria un cuarto de siglo después, porque era el abogado de las familias de las víctimas que perseveró hasta lograrlo. Para ello tuvo que recurrir la denegación por parte del Consejo de Ministros, en agosto de 1996, con el PP recién llegado al relevo de Felipe González. La Fiscalía no quiso apelar, renunciando a su función teórica de intentar esclarecer los crímenes de los GAL.

Entre aquellos documentos figuraba por ejemplo una nota de despacho fechada el 28 de setiembre de 1983 y titulada "Asunto: Sur de Francia". El Cesid exponía en ella que se iban «a realizar acciones violentas en el Sur de Francia, en fechas inmediatas» y que serían llevadas a cabo por «miembros de la Guardia Civil respaldados por la Comandancia de San Sebastián». No erraba. Apenas 17 días después, el grupo de Enrique Rodríguez Galindo secuestraría en Baiona a Lasa y Zabala.

Tres instructores, un juicio

La concordancia entre aquellas microfichas y los informes de la CIA que han obtenido notoriedad ahora es notable, puesto que los papeles estadounidenses refieren el aval de González a la existencia de un grupo «controlado por el Ejército». Al máximo mandatario del Gobierno le señalaba la nota manuscrita del entonces director del Cesid, Emilio Alonso Manglano –adjunta a aquella nota ‘‘Sur de Francia’’–, que decía "Me lo quedo. Pte. para el viernes". Ante los tribunales, Alonso Manglano alegó que Pte. no significaba Presidente, sino «pendiente»

Poca duda cabía de la relevancia de aquellos documentos para avanzar en investigaciones que llevaban dos décadas bloqueadas. Hasta tal punto fue así que tres jueces diferentes reclamaron los «papeles del Cesid»; Javier Gómez de Liaño, instructor del caso de los dos refugiados tolosarras en la Audiencia Nacional; Justo Rodríguez, que llevaba el sumario por la muerte de Lutxi Urigoitia en la Audiencia de Gipuzkoa; y Baltasar Garzón, en el llamado «caso Oñederra», también en Madrid.

Todos ellos se dirigieron al Gobierno Aznar para reclamarle la desclasificación, pero en pleno agosto de 1996 la respuesta fue un rotundo no. Hay que tomar perspectiva para recordar la contradicción que conllevaba, puesto que apenas meses antes el líder del PP entonaba a diario en el Congreso el «váyase González» y usaba los GAL como palanca para llegar a Moncloa. El argumento del Consejo de Ministros fue el previsible: los documentos «afectan a la seguridad del Estado».

Que la verdad no interesaba lo dejó claro la inacción de la Fiscalía, que declinó la oportunidad de presentar recurso contra la decisión del Consejo, alineándose así con el Gobierno a costa de dar la espalda a los jueces. Sin embargo, Iruin peleó judicialmente esa desclasificación, abriendo un debate inédito –y que no ha vuelto a repetirse– entre la «seguridad del Estado» y la capacidad de los tribunales para llegar a la verdad. Tenía un elemento a favor: como los documentos ya estaban en la prensa, resultaba demasiado evidente que en ellos no había amenaza alguna para la seguridad, sino más bien para el futuro penal de González, Barrionuevo, Galindo o Alonso Manglano, entre otros.

El asunto fue resuelto por el Tribunal Supremo, con un combate jurídico intenso en el que cada detalle contaba lo suyo: así, uno de los enconados asaltos previos fue para decidir si los papeles del Cesid tenían que ser cotejados por un pequeño grupo de tres jueces, como proponía el fiscal, o por los 33 que conformaban el Pleno de la Sala Tercera, como planteaba Iruin. Para este trámite previo se impusieron medidas extremas de seguridad: se prohibió, por primera vez en la historia del Supremo, el acceso de los informadores al interior del Palacio de Justicia y se pugnó con ellos para que entregaran las grabadoras. Todo ello para supervisar unos documentos que ni siquiera se incorporarían a las diligencias judiciales, sino que retornarían inmediatamente al Cesid. Y que en última instancia serían desclasificados solo parcialmente, no de modo íntegro.

El 23 de marzo de 1997 el Supremo dijo finalmente sí, en un cónclave amplísimo que demostraba la trascendencia que daba a la cuestión. El Gobierno no tuvo más remedio que desclasificar 13 de los 16 documentos reclamados por los jueces, a regañadientes.

Papeles como el antes citado sobre «acciones en el sur de Francia» tendrían su peso, cosidos a otros múltiples indicios, para llegar a la condena del caso Lasa-Zabala. No ocurrió lo mismo con el «caso Oñederra», que incluía en realidad cuatro muertes, porque se decretó que no había elementos suficientes para acusar a los guardias civiles de Intxaurrondo. Tampoco en el de Urigoitia, acribillada en Pasaia en 1987 en un asalto de la Guardia Civil, y que quedó igualmente impune.

Desde entonces no ha vuelto a haber un debate similar, básicamente porque no ha habido más filtraciones de documentos secretos de la guerra sucia, ni menos aún desclasificaciones regulares pasado un plazo como las de la CIA o los servicios de inteligencias de otros países, una opción que no contempla siquiera la ley de 1968.

En el caso de Mikel Zabaltza, por ejemplo, se publicó una conversación entre Perote y un exagente de Intxaurrondo y del Cesid llamado Pedro Gómez Nieto, en el que se indicaba que al joven de Orbaitzeta se lo habían «cargado» en el cuartel de Galindo, pero el asunto se resolvió oficialmente negando que hubiera algún documento clasificado con tal contenido. Y así hasta hoy.