Apunto el dato: en China hay más seiscientos millones de cerdos, que parece ser la piara más grande del planeta Tierra. Así por encima toca a un cerdo para cada dos chinos. No sé si es una relación adecuada, pero siempre me ha interesado el mundo porcino, sus consecuencias para la salud, las luchas entre religiones y con el destino de sus purines, uno de los graves problemas de medio ambiente. Al cerdo hay que hacerle varios monumentos. Al jamón una banda sonora, un himno, una procesión. 

Científicos chinos advierten de un nuevo virus que parece ha saltado de los cerdos a los seres humanos y que puede ser el germen de una nueva epidemia. Se vuelve a estigmatizar al cerdo de manera insidiosa. No podemos quitar la mirada a una carne blanca que nos alimenta de manera generosa, a una grasa que nos proporciona nutrientes imprescindibles y que cuando está curadas sus patas se convierte en una expresión absoluta de la simbiosis entre animales y personas que roza la excelencia y el arte. Pero si es el portador del nuevo virus, ¿qué hacemos? Tras las vacas locas, las hormonas de los pollos, el ninguneo del conejo, si nos metemos a repudiar al cerdo, ese animal tan cercano, nos vamos a quedar para deglutir los metales que acumulan los pescados y los pesticidas de las frutas y verduras. Es decir, el caos. Y si optamos por no comer animales de ningún tipo, la transición puede ser más complicada de lo que los supermercados aparentan, donde hay más lineales de productos bio que de los de siempre, cosa que me hace sospechar de las etiquetas, las modas y el comercio expansivo. Rebajar la ganadería a niveles ínfimos forma parte del pensamiento para poder instaurar un futuro sostenible. Una elección cada vez más abrazada por las nuevas generaciones. Me da que, en breve, hasta será un argumento político. Cerdos.