Dabid LAZKANOITURBURU
DIPLOMACIA ARTILLADA DE LA TURQUÍA DE ERDOGAN

¿Quo Vadis Turquía?

La implicación de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan en la guerra en el Cáucaso Sur es, de momento, el último de una serie de retadores envidos geopolíticos del presidente neotomano e islamista. Pura diplomacia artillada. ¿A dónde va Turquía? ¿A reeditar viejas glorias o al abismo?

Siria, Libia, Irak, el Mediterráneo Oriental, Qatar, Somalia, Chipre, el Cáucaso Sur… la Turquía de Recep Tayyip Erdogan ha lanzado una ofensiva general en varios frentes, diplomático, económico y, sobre todo, militar, que le está situando como uno de los actores más activos y desafiantes de la arena internacional y que busca reeditar, con las evidentes salvedades temporales, las glorias pasadas del Imperio otomano.

Un ímpetu que contrasta –o que quizás precisamente se explica y complementa– con la grave crisis económica que asola al Estado turco, con una lira exhausta y entre constantes advertencias de implosión total de la burbuja generada por un último y largo decenio de gestión especulativa, faraónica y corrupta del Gobierno islamista y liberal del AKP, que llegó al poder en 2002 con promesas de reforma y modernización del país.

Lejos quedan los primeros años de gobierno, en los que quien fuera alcalde islamista de Estambul apostó por cumplir las condiciones que le exigía la UE para iniciar las negociaciones de adhesión.

Erdogan asimiló mal el desplante de Europa, liderado por un Estado francés cuyos dirigentes, como el actual, Emmanuel Macron, se han significado por su turcofobia. Pero el cerrojo de París a Ankara no hizo sino ocultar las reservas, cuando no el pavor, de los miembros de la UE a acoger a un país de 80 millones de personas, la gran mayoría musulmanas –disputaría a Alemania el estatus de más poblado–.

Aliada de la OTAN desde 1952 –junto con Grecia, su enemiga–, Turquía no fue ajena a la recomposición política que supuso el desplome de la URSS y del Pacto de Varsovia, razón de ser de la alianza militar atlántica.

Pese a contar con el segundo mayor Ejército –en efectivos– de la OTAN, la Turquía de Erdogan participa del proceso de realineamiento de las potencias ante una nueva situación en la que los propios EEUU, sobre todo con Trump, pero también antes de él, viven un repliegue hacia sí mismos mientras los aliados europeos no logran superar el vértigo de lanzarse a caminar por su propia cuenta y según sus propios intereses.

Teorizado por el que fuera su primer ministro y hoy rival, Ahmed Davutoglu, Erdogan abrazó al final del primer decenio de 2000 un neotomanismo de corte islamista que buscaba reorientar a Turquía hacia los antiguos dominios del imperio de la Sublime Puerta.

Un intento que no estuvo exento de fracasos, que quizás ayuden, asimismo, a entender la agresividad del salto adelante general en el que está enfrascado a día de hoy el país.

Ankara se presentó como el gran valedor de la causa palestina e Israel no dudó en intentar cortarle las alas cuando en 2010 asaltó el barco Mavi Marmara, que pretendía romper el bloqueo que sufre Gaza, matando a diez activistas turcos.

Turquía respondió dejando de comprar armamento a Israel –era su primer cliente–. Paradójicamente, ello le llevó a centrarse en la producción nacional de armas (drones, carros de combate…), por lo que se ve con «buenos» resultados en Libia… y ahora en Nagorno Karabaj.

Ankara también protagonizó en aquellos años un intento de liderar, junto con el Brasil de Lula, una mediación para encauzar la entonces candente cuestión del programa nuclear iraní.

Pero, sin duda, Erdogan creyó llegado su «momentum» con el estallido de las Primaveras Árabes. Utilizando como ariete las cofradías de los Hermanos Musulmanes, que tras sus titubeos iniciales se sumaron a las revueltas, aspiraba a liderar un eje desde Túnez a Siria, pasando por Egipto. Un sueño neotomano al alcance de la mano.

El enroque en el poder del sirio Bashar al-Assad, impensable sin el apoyo de Irán y, sobre todo, de Rusia, y el cruento golpe de Estado contra los Hermanos Musulmanes sirios convirtieron su sueño en pesadilla cuando Turquía vio cómo los kurdos sirios afianzaban en Rojava, con el soporte aéreo y militar de EEUU, la experiencia autónoma democrática teorizada por el líder del PKK, Abdullah Oçalan, en su celda a perpetuidad de la isla de Imrali. Y lo hacían tras ganarse el respeto mundial por haber vencido al Estado Islámico en Siria.

Semejante revés, estratégico para una Turquía que no puede admitir una suerte de Estado kurdo-sirio en su frontera, marcará un antes y un después.

Erdogan da un giro estratégico y decide diversificar sus relaciones, creando una suerte de entente dialéctica con el presidente ruso, Vladimir Putin, quien no ve con malos ojos el distanciamiento turco respecto de Occidente.

Un distanciamiento que se incrementará aún más tras el golpe de Estado frustrado de 2016 contra Erdogan, quien interpretará la apatía de EEUU y sus aliados europeos a la hora de condenar la asonada como una prueba inequívoca de que la apoyaban por detrás.

Despechado, Erdogan sellará una especie de triple alianza con Putin y el Irán de Hassan Rohani, que deja fuera de los asuntos sirios a Occidente. Ello le permitirá invadir el cantón kurdo de Afrin y una franja de territorio fronterizo que rompe la continuidad de Rojava. Todo ello con el plácet de Rusia.

En Irak, el Ejército turco lanzará una ofensiva permanente contra las bases de la guerrilla del PKK en Qandil. Lo hará con el permiso del Gobierno autónomo kurdo y con la aquiescencia de Teherán, que le permite debilitar la lucha kurda en su protectorado iraquí y, de paso, en el propio Irán.

A ello le seguirá su implicación en la guerra en Libia, en la que con su apoyo al Gobierno de Trípoli logrará hacer fracasar la ofensiva del neogadafista mariscal Haftar, apoyado por Rusia y que ve debilitada su posición en el este (Cirenaica) del país.

El conflicto en Siria y Libia evidencian que la entente turco-rusa es un matrimonio de conveniencia no exento de tensiones y dificultades entre dos países que, no se olvide, fueron sendos imperios rivales en guerra durante prácticamente todo el siglo XIX y comienzos del XX.

Y que comparten, o se disputan, zonas de influencia. No solo en Siria y Libia sino en el patio trasero de Rusia en el Cáucaso.

El Imperio otomano nunca fue ajeno a la suerte de los pueblos de religión musulmana del Cáucaso en el proceso de colonización rusa, del mismo modo que el imperio zarista no fue ajeno a los levantamientos de los pueblos balcánicos contra la dominación otomana.

Tampoco hay que olvidar que algunas ofensivas de Ankara, como la que reclama su soberanía en las aguas ricas en yacimientos de gas del Mediterráneo Oriental, tienen su origen en tratados como el de Lausana de 1923, que Turquía califica de castigo por su derrota en la Gran Guerra y el paralelo desplome del Imperio otomano.

Aquel tratado arrebató a Turquía las islas del Duodecaneso –situadas al lado de sus costas–, dejándole sin aguas territoriales y, por tanto, sin el gas de sus profundidades, y la isla de Chipre. En plena campaña electoral, la república turco-chipriota, únicamente reconocida por Turquía tras la invasión de esa parte de la isla en 1974, acaba de abrir unas playas en la disputada localidad de Famagusta, lo que ha enervado aún más a Chipre y a Grecia, enfrentadas a Ankara en el litigio marítimo.

Turquía ha vuelto a enviar esta semana al Mediterráneo Oriental el buque de prospecciones gaseras Oruç Reis. Justo cuando había arrancado un proceso de diálogo entre Ankara y Atenas.

La diplomacia artillada de Erdogan no se queda ahí y llega a Somalia y Qatar, donde el Ejército turco ha sentado sus reales con sendas bases militares.

Pero, sin duda, donde tanto Turquía como su compleja y, de momento, pragmática relación afrontar su verdadero reto es en el conflicto de Nagorno Karabaj.

30 años después de perder la guerra, y territorios en torno al enclave, Azerbaiyán ha dicho basta. Lo ha hecho con el aval, diplomático-militar, de Ankara.

La diplomacia de guerra tiene sus riesgos y, sin obviar posibles derivas, todo apunta a que Turquía, de la mano de Azerbaiyán, presionará militarmente hasta alcanzar un acuerdo de compromiso que refuerce su posición en la zona. Un gesto en torno a la zona de seguridad que los armenios crearon en territorios azeríes podría volver a mandar el conflicto al congelador durante unos años con Nagorno Karabaj bajo control armenio.

Ello permitiría salvar la entente ruso-turca y no se descarta que una y otra parte negocien en paralelo sobre reconocimientos y cesiones mutuas en otras zonas de influencia, incluidas Siria, Libia y, por qué no, la propia república turco-chipriota.

Y es que, por mucha superioridad militar que azeríes (y turcos) tengan en Nagorno Karabaj, están lejos de ganar una guerra relámpago contra un enclave que siempre ha sido armenio.

Más allá de ínfulas,Turquía no está en condiciones de imponer situaciones de hecho. Menos de reeditar glorias pasadas que son eso, pasado que no volverá. Pero lo que sí ha aprendido, y mostrado, es la capacidad, temeraria, de condicionar el curso de los acontecimientos mundiales.

Erdogan ha decidido mostrar que lidera un país a tener en cuenta y llegar así en 2023 al centenario de la fundación de la República de Kemal Ataturk.

Pero faltan unos años –todo un mundo en esta época– y el tiempo, y la economía, dirán si esa arriesgada apuesta tiene éxito o no. La de un Ataturk islamizado y neotomano. La cuadratura del círculo. O no.