EDITORIALA
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Plazos y planos diferentes para una práctica política eficaz

Metido como está el mundo en varias encrucijadas que cuestionan la viabilidad de la civilización en sí misma –la pandemia puede analizarse como un ensayo general para la emergencia climática–, el debate sobre las cuentas públicas anuales de diferentes Gobiernos puede parecer demasiado limitado o un poco vacuo.

Los cambios que necesitan el mundo y las naciones son radicales, a la altura de los retos que afrontan. La perspectiva debe ser generacional, debe tener en cuenta que no se puede hipotecar a la población más joven. La aceleración general indica que esas generaciones sufrirán más fenómenos disruptivos. Y, sin embargo, el presupuesto es uno de los instrumentos más importantes de la acción de gobierno. También es un terreno desde el que se puede construir una oposición política, tanto desde la confrontación como desde la negociación. Nada mueve voluntades en los Ejecutivos como la oportunidad de organizar el gasto público y lograr una estabilidad. Opciones que parecían imposibles se logran en semanas a un coste razonable. Hacer política es, entre otras cosas, atender a estos diferentes planos y plazos.

Argumentar de manera maniquea tiene más que ver con el moralismo que con la práctica política. Son argumentos propios de derechistas e izquierdistas, entendidos ambos como malos militantes de sus causas. Atacar las necesarias utopías con «las cosas de comer» o menospreciar las cosas mundanas abonándose al idealismo son caminos opuestos pero que convergen en la distorsión y el fracaso. Simplifican las cosas y pueden ganar voluntades gregarias o mal formadas, pero no soportan una argumentación seria.

Los grandes proyectos históricos por la justicia, la igualdad y la libertad combinan esas diferentes dimensiones. Seguramente, ninguna revolución se hizo partiendo de un presupuesto anual, pero ninguna triunfó ni se mantuvo sin unas buenas cuentas públicas.

Entender esto no implica que no se pueda discrepar sobre unos determinados presupuestos, sobre las bondades de apoyarlos o sobre las prioridades a negociar. Solo quien quiera ocultar sus verdaderos intereses o frustraciones puede promover debates que infantilizan. La política puede no ser un noble arte, pero debería mantener unas normas básicas. Por ejemplo, es terrible tener que negociar que se cumplan derechos humanos, ante la pasividad de unos y otros.

Junto con los típicos reaccionarios sublevados, los ataques de celos de quienes podrían compartir parte de tu agenda son particularmente significativos. A veces, ver la reacción de los adversarios debería ser señal suficiente para entender el valor de ciertas decisiones.

Legislaturas estables, bases de otros cambios

La decisión de EH Bildu de negociar los presupuestos en Madrid y Nafarroa, donde ayer se anunció un acuerdo con el Gobierno, ha supuesto cierto terremoto. Solo desde el prejuicio sobre las tradiciones política que componen esa coalición y desde el desconocimiento voluntario de su estrategia cabe sorprenderse por estos movimientos. Por ejemplo, hace varios lustros que el esquema de «cuanto peor, mejor» no se plantea entre los soberanistas de izquierda ni como hipótesis. Y casi nunca fue un argumento ganador; solo tuvo predicamento ante la falta de horizontes, coherencia y cohesión.

Ni en Madrid ni en Iruñea hay en este momento opción de Gobiernos mejores que los presentes. Toda alternativa es peligrosa para los derechos y la democracia. En este escenario parlamentario, con estos equilibrios y combinaciones endemoniadas, los votos abertzales tienen un gran valor. Una vez más, el cinismo de los adversarios y las frustraciones de los disidentes convergen en negar ese valor. Pero a ojos de la sociedad vasca, la interlocución y la capacidad de acuerdo, junto con el efecto de cortafuegos frente a los totalitarios españoles, responde perfectamente al mandato que les ha dado la ciudadanía vasca.

Si bien los Ejecutivos necesitan presupuestos, los pueblos necesitan consensos estratégicos, conflictos que no los paralicen sino que los dinamicen, ambiciones compartidas, una cultura democrática fuerte y capacidad para desarrollar políticamente todo eso. La pandemia ha mostrado muchas debilidades estructurales y humanas. Ha puesto sobre la mesa la necesidad de no volver a lo de antes, sino de pensar en serio lo que vendrá. No se pude rendir ese plano. Por las mismas razones por las que hay que pelear en el de la política cotidiana.