Ainara LERTXUNDI
Elkarrizketa
HELENA URAN BIDEGAIN
AUTORA DEL LIBRO «MI VIDA Y EL PALACIO»

«Escribir el libro ha sido como restablecer la dignidad robada»

El magistrado Carlos Horacio Uran murió en el asalto del Ejército colombiano al Palacio de Justicia, que había sido tomado por el M-19. En «Mi vida y el Palacio», Helena Uran, su hija, relata su muerte y el manto de impunidad y silencio que la cubrieron.

Bogotá, 6 de noviembre de 1985. Un comando de la guerrilla M-19 tomó el Palacio de Justicia, ubicado en la Plaza Bolívar, en el corazón de la capital colombiana, con el objetivo de hacer un juicio político al entonces presidente de Colombia, Belisario Betancur, quien había incumplido los acuerdos de paz que el Gobierno y guerrilla habían firmado entre 1984 y 1985. Las Fuerzas Armadas respondieron a sangre y fuego. Entre los días 6 y 7 de noviembre un centenar de personas resultaron muertas y diez fueron dadas por desaparecidas en lo que se ha llamado el «Holocausto del Palacio».

Carlos Horacio Uran trabajaba como magistrado auxiliar del Consejo de Estado. Ese día estaba en su despacho, en el tercer piso del edificio. Cámaras de televisión captaron el momento en el que el día 7 salía vivo en compañía de dos soldados. Un día después, sin embargo, su cuerpo fue hallado desnudo, con signos de tortura, y como NN en el llamado «cuarto de los guerrilleros» en dependencias del Instituto de Medicina Legal.

En 2005, la fiscal Ángela María Buitrago asumió la investigación del caso. En 2007, en una inspección a archivos de inteligencia militar de la Brigada XIII encontraron la cartera de Uran con toda su documentación. Entre enero y febrero de 2010 realizaron una primera exhumación del cadáver. Los resultados de la necropsia indicaron que fue ejecutado extrajudicialmente. Además, se constataron múltiples lesiones y quemaduras post mortem. Buitrago fue cesada cuando se disponía a tomar declaración a tres generales.

Helena Uran Bidegain tenía diez años cuando mataron a su padre. Las amenazas posteriores que recibió la familia la obligaron a exiliarse con su madre y sus tres hermanas en un periplo que le llevó por diferentes países, entre ellos Euskal Herria. Actualmente reside en Alemania, donde ha escrito «Mi vida y el Palacio. 6 y 7 de noviembre de 1985. La historia de Carlos Horacio Uran y la lucha de su familia por la verdad», un relato íntimo a la vez que una contundente denuncia del silencio y la impunidad en torno a la «toma y retoma» del Palacio de Justicia.

«¿Cómo es posible que esto sucediera en el centro de la capital y la sociedad se quedara callada y sin moverse? ¿Cómo puede ser que una vez habiendo logrado salir del edificio fueran los militares quienes torturaran, ejecutaran y desaparecieran a mi padre y a varias personas más? ¿Cómo es posible que desde el Ejecutivo se ordenara limpiar el edificio alterando todas las posibles pruebas y escena de lo allí acontecido? ¿Cómo puede ser que Medicina Legal se prestara para enredar cadáveres y desaparecerlos en fosas comunes? ¿Cómo es posible que la Administración de Justicia no investigara, negara los derechos humanos?», se pregunta Helena Uran en el libro.

En entrevista a GARA desde Berlín, afirma que «el Estado aprovechó la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19 para poner a la Corte, la más independiente que ha tenido el país, en su lugar. Fueron muy ingenuos al creer que para el Estado, para el gobierno y para el establecimiento, la Corte y los jueces tenían algún valor».

¿Qué le llevó a plasmar este doloroso hecho en un libro?

Una cuestión de dignidad y de no querer aceptar el silencio que se nos ha querido imponer durante décadas. Escribir el libro ha sido como restablecer la dignidad robada. También partió de las preguntas que me hacía mi hijo Manuel sobre su abuelo. Pero no se trata de un mero testimonio personal, en el libro recojo la investigación que hice y que muestra claramente cómo ha obrado el Estado durante estos 35 años, negando, estigmatizando, revictimizando… Desmonta la versión oficial que el grueso de la sociedad aceptó con total naturalidad.

Aunque cuando ocurrieron los hechos usted solo tenía diez años, ¿cómo describiría el contexto en el que se produjeron, noviembre de 1985?

Era una época muy compleja. Anterior al Gobierno de Belisario Betancur, estuvo vigente el Estatuto de Seguridad bajo el mandato de Turbay Ayala, el cual confería poderes plenos a las Fuerzas Armadas. La Corte de aquella época estaba intentado contrarrestar el poder desmesurado del Ejército. Había emitido varias sentencias por violaciones de derechos humanos y por corrupción. En aquel momento, incluso el auditor reveló, a raíz de una investigación solicitada por el presidente Betancur, que 57 militares activos mantenían lazos con el narcotráfico y, enseguida, lo desacreditaron. Dijeron lo habitual que suelen decir en estos casos; que esas afirmaciones atentaban contra la patria y el honor de los militares. Hablamos de una sociedad muy militarista y de una Corte muy independiente; yo diría que la más independiente que ha tenido Colombia. El Estado aprovechó la toma del Palacio de Justicia para poner a la Corte en su lugar. Esta acción del M-19 le cayó como anillo al dedo. Fue una estupidez de la guerrilla. Fueron muy ingenuos en creer que para el Estado, para el Gobierno y para el poder establecido, la Corte y los jueces tenían algún valor. Pensaron que teniendo a los magistrados como rehenes no les iba a pasar nada. El presidente Betancur ni siquiera le cogió el teléfono al presidente de la Corte. Los abandonaron, mejor dicho.

Según la versión oficial, su padre murió víctima del fuego cruzado dentro del Palacio de Justicia. Su cuerpo fue hallado en la morgue del Instituto de Medicina Legal en el «cuarto de los guerrilleros». La aparición años después de un vídeo en el que se veía a su padre saliendo con vida de la sede judicial y la posterior autopsia desmontaron totalmente la tesis sostenida durante años por el Estado.

Primero dijeron que había muerto por el cruce de balas y que no había ninguna posibilidad de que hubiera salido vivo de ahí. A mi madre le dijeron que no aparecía en la lista de los rescatados porque, obviamente, en esa lista no escribían las identidades de las personas que pretendían hacer desaparecer. Una amiga de mi padre fue dos veces a Medicina Legal. La segunda vez la llevaron a una habitación alejada. Alguien le dijo que era ‘el cuarto de los guerrilleros’. Allí, entre cadáveres, reconoció el de mi padre.

El caso se reabrió gracias a que en medio de la búsqueda de pruebas sobre otras personas desaparecidas en la toma y retoma del Palacio, la fiscal Ángela María Buitrago encontró, en 2007 en una bóveda secreta del Cantón Norte del Ejército, la billetera de mi papá y otros efectos personales y ordenó la exhumación del cadáver en 2010. Tenía señales de tortura y de haber sido ejecutado extrajudicialmente. A día de hoy, siguen diciendo que estoy totalmente equivocada y que quien mató a mi padre fue la guerrilla. Hay una sentencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, están las pruebas de la Justicia colombiana y, aún así, lo siguen negando. ¡Es increíble! Y esto no solo ocurre en el caso de mi papá.

¿Cómo han sobrellevado décadas de silencio, de mentiras?

Ha habido muchas fases. Durante mucho tiempo pensé que todo era un error y que mi papá volvería en cualquier momento. Estaba instalada en la negación. Aunque teníamos algunas sospechas, mi mamá no indagó más y se quedó con la versión oficial. Se había quedado sola al cargo de cuatro hijas y tuvimos que salir de Colombia por las amenazas que recibió. Además, al tratarse de un crimen de Estado, tampoco hubo espacio, ni privado ni público, para el duelo. No había un rechazo público y muchos menos del Estado. Se quiso hacer ver que no había pasado y la familia se quedó con eso reprimido en su interior. ¿Con qué herramientas podíamos los familiares buscar la verdad, más aún tras las amenazas que recibió mi mamá?

En 2007 nos llega la notificación de la Fiscalía General de la Nación de que todo era mentira, de que había salido vivo, de que había sido una ejecución extrajudicial. Fueron muchas las emociones; rabia, desamparo, incomprensión. No me entra en la cabeza tanta maldad: ¡Ejecutar a una persona de esa manera y mentir durante tantos años! Y pensar que detrás de todo eso hay todo un sistema criminal y personas que, año tras año, se prestaron para alimentar y mantener esa mentira. Te sientes frágil frente a esa máquina.

En noviembre de 2014, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condena al Estado por la desaparición forzada y ejecución extrajudicial de su padre, entre otras, y por no haber realizado una investigación «efectiva». ¿Qué supuso este reconocimiento?

Fue muy importante para mí porque a partir del reconocimiento se pueden transformar las emociones, se tiene fuerza para hablar. De ahí la importancia de los procesos judiciales, más que meter preso a nadie. Como familia fue difícil porque cada una de nosotras agarró un camino distinto; no hablamos mucho de papá, únicamente de cuestiones relacionadas con el proceso. Nunca hablamos de nuestras emociones y eso está relacionado con todo el silencio al que nos sometieron.

En la segunda exhumación pudo estar presente. ¿Fue en cierta manera reparador?

Es importante exhumar los cuerpos porque en algunos casos los familiares han descubierto que los restos que les entregaron eran de tres personas distintas. Pero, en el de mi papá estaba claro que se trataba de él, por lo que esa segunda exhumación, que respondía más a una petición de la defensa, no era necesaria. Desde ese punto de vista fue indignante tener que revivir ese proceso. Además, estas exhumaciones son presentadas por la Fiscalía General de la Nación como avances, pero en la práctica las investigaciones judiciales no avanzan. Por otro lado, como no había estado ni en el entierro ni en la primera exhumación, pude ver los restos de mi papá, su dientes, tal y como los recordaba junto con su sonrisa. En medio del dolor, fue un momento lindo, si se puede encontrar algo bonito en eso. No sé. Es una mezcla de emociones.

Junto a su familia ha prestado testimonio en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y su caso está en la Comisión de la Verdad. ¿Qué espera?

Por un lado, veo la JEP como una oportunidad, algo en lo que tenemos que creer casi como una cuestión de fe porque la Justicia ordinaria ha sido un completo fracaso. Pero, por otro, sigue siendo un órgano del Estado. Me siento atrapada entre esos dos polos; esperar, pero al mismo tiempo no esperar nada para no desilusionarme. Lo que necesita Colombia es un tribunal internacional como el de Nuremberg o como los que ha habido en otros escenarios posconflicto. En Colombia están tan entretejidos la corrupción, el crimen y los intereses económicos que veo difícil que los propios colombianos puedan poner las cosas en orden porque quienes han hecho mucho daño al país siguen teniendo muchísimo poder y no van a permitir tan fácilmente que las cosas cambien.

En cuanto a la Comisión de la Verdad, podría pensar que puede llegar más lejos, pero como tiene tanto rechazo por gran parte de la sociedad y se ha politizado tanto, las verdades que en ella se cuenten van a ser presentadas como un intento de desestabilizar al Gobierno de Iván Duque y que quienes han dado su testimonio son unos ‘castro-chavistas’, etc. Aún así, está haciendo un gran esfuerzo, trabajando con las uñas, con la mitad de los fondos que inicialmente tenían presupuestados y siendo objeto de persecución.

En noviembre, la Comisión de la Verdad celebró una sesión especial sobre el exilio con una conexión telemática con exiliados en 23 países. ¿Qué rol debería de ocupar el exilio en la construcción de la paz?

Me parece esencial que se tenga en cuenta a las personas que están fuera de Colombia por razón del conflicto armado. Somos millones. Invisibilizarlos sería dejar a un lado a una parte importante del rompecabezas. Es muy importante que se conozca la realidad que viven los exiliados, porque en el imaginario existe la idea de que cuando alguien se va a otro país es para vivir la gran vida. El exilio no es una luna de miel. Lo más dramático es que el exilio no es algo del pasado, sigue siendo una realidad a día de hoy. Después de los diálogos de paz, hay gente que sigue pidiendo asilo político. Claro, para comprenderlo, los propios colombianos tienen que estar en disposición de querer oírlo, pero que al menos el relato esté ahí y tengan la oportunidad de acercarse a esas realidades y a lo que implica el exilio; no solo ser víctima de violencia política sino la ruptura que genera en una familia, en una comunidad...

¿Qué papel juega la memoria en un escenario posconflicto?

Junto a los derechos humanos, es lo que sustenta una democracia. En Colombia, el conflicto se ha dado principalmente en el campo, por lo que la gente de la ciudad ha hecho como si no existiera, aunque lo del Palacio de Justicia ocurrió en mitad de la capital y, sin embargo, se quedaron callados. La memoria es un contrapeso, es hacer frente al olvido, es reivindicar y redignificar. Memoria y derechos humanos deben ser los pilares de una democracia.