Amaia EREÑAGA
BILBO

Reencuentro con Remigio Mendiburu, el rastreador de la memoria y el bosque

Su muerte a los 59 años hizo que, aunque fuese uno de los grandes del arte renovador vasco surgido tras el franquismo, su obra quedase relegada frente a la de coetáneos de carrera más larga, como Oteiza o Chillida. Remigio Mendiburu regresa en una espectacular retrospectiva expuesta en el Museo de Bellas Artes de Bilbo.

Esta lista, escrita de su puño y letra, nos dice mucho de Remigio Mendiburu (Hondarribia, 1931 - Barcelona, 1990): «Próxima obra: relieves con tubillones y cuerdas y piezas. Arte pobre: exterior: sacos, cemento, laberinto, estacas, alambradas, saco de serrín, pelo de caballo o cordero». Es el material del que se nutre una escultura, la suya, que nace de los materiales más relegados –de los olvidados, de los encontrados– y bebe directamente de la cultura popular.

La exposición, titulada “Mendiburu. Materia y memoria”, se inaugura hoy en un Bilbo cerrado perimetralmente. Por suerte, permanecerá expuesta hasta el 5 de setiembre y, gracias al canal de Youtube del museo, quienes no puedan hacerlo “en vivo”, estos días al menos podrán seguir algunas de las conferencias previstas, como la que ofrecerá Juan Pablo Huércanos (en el canal, a partir del 16), comisario de esta retrospectiva y subdirector del Museo de Oteiza de Altzuza.

La retrospectiva es como un laberinto de memoria en el que perderse... o reencontrase. Nada más entrar, está “Txalaparta” (1965), la escultura incorporada recientemente a la colección permanente del Museo San Telmo y que ahora ha viajado a Bilbo. Fue convertida en su día por Nestor Basterretxea en el anagrama de “Ez Dok Amairu”. Y también está “Xalbadoreri”, el abrazo de madera a su amigo, el bertsolari Fernando Aire Etxart.

Porque Remigio Mendiburu participó activamente en el grupo Gaur, junto a Chillida, Balerdi, Amable Arias, Sistiaga, Basterretxea y Zumeta, y se involucró en la recuperación de nuestra cultura a través de un arte comprometido con la vanguardia y el país. El hondarribitarra fue actor y testigo, un testigo como el que creó para la Korrika y que fue de mano en mano durante seis ediciones. Hasta su muerte.

«El hecho de que falleciera relativamente joven y quedándole posiblemente una década de creación interrumpió su proceso. Y el hecho de que desapareciera parece que le ha hecho, de alguna manera, menos presente», reflexiona Huércanos. «Pero en los años 60-70 es clave, porque de alguna manera lo real se cuela en lo escultórico. No tiene nada que ver con el espacio metafísico de Oteiza. Es la experiencia de lo real trasladada a la escultura. ‘Txalaparta’, por ejemplo, es un paisaje».

De alguna manera, “Mendiburu. Materia y memoria” es una reivindicación y un redescubrimiento de la obra de un creador muy personal. Desde sus inicios, a finales de la década de 1950 hasta sus últimos proyectos, a mediados de los 80, a través de un centenar de piezas, entre esculturas y obras de papel, podemos reencontrarnos con la parte más icónica de su obra: esculturas en madera como “Argi hiru zubi” (1977), en el que la madera es tiempo.

Naturaleza y guerra

«Arte = creación. Naturaleza = vida. El arte es la vida de la propia naturaleza en el hombre», escribió Mendiburu en 1970. Pero también hay otra faceta suya menos conocida. En los 80, inició una serie de obras en las que reflejó un trauma de infancia: el paso, con 6-7 años, por un campo de concentración. Hijo de republicanos, tuvieron que huir a Catalunya y de ahí al sur francés. Allí entraron en uno de los campos de concentración.

Gran lector de Nietzsche –de ahí le venía su visión de una naturaleza nada subliminada; más allá del bien y del mal, un lugar donde no hay moral posible–, Mendiburu «era un hombre de convicciones muy profundas, en cierta manera introspectivo en la creación y muy expuesto, por dejarse llevar por el proceso creativo hasta el límite. Él rechaza la idea de los apriorismos y lo de ir a un sitio donde ya sabes llegar. Él va a sitios donde no sabe a dónde va a llegar», añade Huércanos.