Iker BIZKARGUENAGA
UNA HUELGA DE HAMBRE QUE SACUDIÓ AL MUNDO

BOBBY SANDS LEGÓ SU SONRISA A UN PUEBLO QUE ANHELA LIBERTAD

Se cumplen cuarenta años de la muerte de Bobby Sands tras 66 días en huelga de hambre. Aquella protesta, que se saldó con nueve víctimas más, desnudó la crueldad británica, causó estupor en la comunidad internacional y abrió una nueva etapa en el conflicto.

Cuando un vecino o un visitante se adentra por Falls Road desde el centro de Belfast, caminando bajo la inquietante sombra de Divis Tower, un monstruo de hormigón de 60 metros de altura donde el Ejército británico mantuvo un puesto de observación y un nido de francotiradores, no tarda en toparse con uno de los lugares más fotografiados del norte de Irlanda: el mural en recuerdo a Bobby Sands.

Desde la fachada de la sede de Sinn Féin, parece custodiar la historia y las historias que han protagonizado esas calles abigarradas que militares y policías de vocación imperial y comportamiento de hampón intentaron someter, sin éxito, durante décadas.

Ese enclave, símbolo para el movimiento republicano, sufrió hace cuarenta años un trauma político que provocó un llanto, que se expandió a toda Irlanda y a buena parte del mundo, esa parte que se conmueve con el dolor y se subleva ante la injusticia.

El 5 de mayo de 1981 falleció Bobby Sands. Y su muerte no solo causó un profundo dolor, también cerró cualquier esperanza de que el Gobierno británico atendiera de forma razonable unas demandas que sí lo eran, y que condujeron a varios presos políticos irlandeses a emprender una huelga de hambre que acabaría cobrándose una decena de vidas. El modo en que se desarrolló la protesta y su trágico desenlace supusieron un hito en un conflicto que tiene demasiadas fechas marcadas en rojo en el calendario.

Estrategia de criminalización

Lo cierto es que el relato de la huelga de hambre de 1981 empieza una década antes. En la primavera de 1972, varios presos del Ejército Republicano Irlandés (IRA) en Belfast protagonizaron un ayuno para exigir que se les aplicara un estatus acorde a su condición de prisioneros políticos, una demanda que se les garantizó 35 días después.

De esta forma, en los años siguientes miles de presos y presas tuvieron ese “estatus de categoría especial”, hasta que a mediados de los años 70, Londres, empantanado en el conflicto, tiró de manual contrainsurgente y decidió aplicar una estrategia de «aislamiento y normalización». Como su nombre indica, esta pretendía arrinconar a los sectores más abiertamente enfrentados a su dominio y separarlos del resto de la población.

Para ello necesitaba asentar una ficción de normalidad donde la única nota discordante sería el movimiento republicano, que debía ser criminalizado, sus acciones presentadas como actos de delincuencia común y sus militantes despojados de toda significación política. La maquinaria de la propaganda empezó a escupir con profusión términos como «paramilitares», «terrorismo» «mafia», para fijar el marco discursivo, pero en esa estrategia que pendía de muchos hilos no cuadraba que hubiera dos mil presos a los que se les reconocía su carácter político.

En enero de 1975, la Comisión Gardiner hizo varias recomendaciones, entre ellas, la eliminación progresiva del estatus político y el fin del internamiento, que es como se definía al encarcelamiento de personas sin cargos. A raíz de aquello, el Gobierno declaró que los detenidos después del 1 de marzo ya no serían tratados como presos políticos, y que en Long Kesh, por aquel entonces más un campo de internamiento que una cárcel al uso, cumplirían condena en nuevas celdas diseñadas para maximizar el control de los prisioneros en cuatro alas de 25 habitáculos individuales, en lugar de las cabañas utilizadas hasta entonces. Esas áreas, que llamaron “H-Block” por su forma característica, ya forman parte de la historia negra de Irlanda.

Los siguientes años fueron una sucesión de pulsos. Los militantes detenidos después del ultimátum se negaron a aceptar el nuevo régimen, a cooperar con los guardias y a aceptar su disciplina. También rechazaron el uniforme de la prisión, y como se les negó su ropa decidieron que vestirían una manta. En marzo de 1978, 18 meses después del inicio de la protesta de las mantas y con la administración penitenciaria respondiendo de forma muy violenta, los presos decidieron no lavarse ni salir de sus celdas, una forma de denuncia que duró tres años y a la que se sumaron las mujeres de Armagh.

Para entonces, el ambiente estaba caldeado en la calle, donde la normalidad ficticia chocaba con la excepcionalidad real y las campañas de solidaridad se multiplicaban.

El 31 de julio de 1978, el arzobispo Tomas O Fiaich visitó a los presos y criticó las condiciones en las que se hallaban. «Después de haber pasado el domingo en la prisión, quedé impresionado por las condiciones inhumanas que prevalecen en los pabellones H 3, 4 y 5, donde están encarcelados más de 300 presos. Difícilmente se permitiría que un animal permaneciera en esas condiciones, y mucho menos un ser humano», expuso a una opinión pública cada vez más enojada.

Antes que él, en junio, se había pronunciado Amnistía Internacional, que había reclamado una investigación. El Gobierno británico, sin embargo, no aflojaba, de modo que en marzo de 1980, O Fiaich –ya cardenal– y el obispo Edward Daly se reunieron con Humphrey Atkins, hombre fuerte de la nueva primera ministra Margaret Thatcher, para buscar una solución, cuando la huelga de hambre empezaba a mencionarse entre los presos como una nueva forma de lucha.

Tampoco funcionó aquella interlocución, y el 27 de octubre de 1980 comenzó una primera huelga de hambre que se prolongó durante 56 días y que fue el origen de la mayor movilización ciudadana desde la campaña por los derechos civiles de los años 60 y 70.

Un Gobierno sin palabra

Esa primera huelga acabó el 18 de diciembre, cuando el Gobierno presentó a los presos un documento que satisfizo sus demandas. Parecía que el conflicto entraba en vías de solución, sobre todo, cuando el director de Long Kesh se reunió con un prisionero llamado Bobby Sands, que ejercía de líder y portavoz de los blanket men y que expresó públicamente su satisfacción por la nueva era de cooperación, sin precedentes desde que el Gobierno británico emprendió su política de criminalización en marzo de 1976. Sin embargo, aquello fue una ilusión.

En cuanto los focos se alejaron de la cárcel, aquel documento se convirtió en papel mojado, volvieron las formas anteriores y los intentos de humillación. El 9 de enero, Atkins renegó de lo que había manifestado públicamente el 18 de diciembre, y retiró la orden de que los presos recibieran su ropa. La situación regresaba a la casilla de salida, el enfrentamiento era descarnado, y el 1 de marzo Sands inició una huelga de hambre.

Y ya no habría vuelta atrás para este preso que, pese a su juventud –cumplió 27 años en el noveno día de ayuno– gozaba de un gran carisma dentro y fuera de la cárcel. Nacido en Rathcoole, un enclave mayoritariamente lealista del norte de Belfast, con diez años de edad tuvo que abandonar el hogar con su familia ante el hostigamiento que sufrían. «Yo sólo era un chico de clase obrera de un gueto nacionalista, es la represión la que crea el espíritu revolucionario de la libertad», escribiría años después, y advertía: «no me conformaré hasta lograr la liberación de mi país, hasta que Irlanda se convierta en una república socialista soberana e independiente».

Esa determinación le condujo a participar de forma activa en el movimiento republicano a una edad muy temprana, y con 18 años fue detenido por primera vez. Pasó tres años en Long Kesh, donde dedicó tiempo a la lectura y al estudio del gaélico. Al salir volvió a incorporarse a su unidad en el IRA, al tiempo que desempeñaba un intenso activismo en el barrio de Twinbrook, que le llevó a ser un referente, hasta el punto de que la gente llamaba a su puerta ante cualquier problema que afectaba a la comunidad.

No tardó en volver a ser detenido y encarcelado, primero en Crumlin Road y luego en una celda de los «bloques H» de Long Kesh, donde se unió a la protesta de la manta. Sufrió palizas y largas etapas en celdas de castigo y un régimen draconiano, como el resto de sus compañeros. Lo que probablemente nunca habría esperado, en absoluto, era convertirse en diputado en el Parlamento de Westminster. Ocurrió al poco de empezar la huelga de hambre, cuando el electo por Fermanagh y Tyrone Frank Maguire falleció de un infarto, una trágica circunstancia que fue aprovechada para, a través de la candidatura de Sands, hacer más presente en calles y medios la situación de los presos políticos.

La campaña electoral, tremendamente polarizada, movilizó a miles de personas y los resultados depararon un enorme triunfo: Sands ganó al aspirante unionista por más de mil votos. Sin embargo, eso no arredró a Londres, que no se movió ni un milímetro. Thatcher, imperturbable, encaró lo que era una demanda de dignidad como un órdago, y 66 días después de iniciar la huelga aquella alegría por la victoria en las urnas mutó en dolor por la muerte de Sands. No sería el último, le seguirían nueve presos más.

Aquello fue una tragedia humana, pero fue además un enorme error de cálculo de Londres, que perdió el favor de mucha gente, también en la escena internacional. Casi tanta como la que empezó a mirar con otros ojos al movimiento republicano irlandés, que abrió una nueva etapa en su lucha.

Hoy, 40 años después, en Divis Tower no hay militares británicos sino una enorme pancarta en favor de la unidad de Irlanda, una reivindicación cada vez más plausible, y Sinn Féin es la fuerza política con mayor respaldo en toda la isla. Y en la fachada de la sede de Falls, un barrio más colorido, igual de indomable, la sonrisa perenne de Bobby parece marcar el camino a un movimiento que en este tiempo ha hecho lema de una de sus frases más conocidas: «Nuestra venganza será la risa de nuestros hijos e hijas».