Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

El miedo es libre

Una de las frases hechas que más se suele escuchar es que «el miedo es libre». Sin embargo, puede que no haya una emoción más condicionada por el relato sociocultural que, a su vez, acaba condicionando nuestras experiencias y expectativas. En el último informe de Eustat se señala que más de la mitad de las ciudadanas vascas siente miedo al caminar solas. Es un dato y, frente al dato, alguien podría pensar que las mujeres somos especialmente miedicas. Los enunciados, que son los caracteres comprimidos que solemos leer, son descriptivos de la realidad; solo la sustancia de una información sesgada, ya que no analiza los porqués de estos datos.

El reciente estudio “Acoso sexual en el ámbito laboral en España”, elaborado por el sindicato CCOO para el Ministerio de Igualdad, concluye que el 72% de las mujeres que han sufrido acoso sexual o por razón de género en su trabajo no ha denunciado los hechos. No denuncian por sentimiento de culpa, miedo a la falta de credibilidad o a perder el empleo y por temor a críticas de compañeros. Nuevamente el miedo atraviesa a las mujeres, pero es un miedo que tiene que ver con la hermenéutica del conocimiento y del poder de la autoridad para definir las experiencias de vida. Un miedo que muchas víctimas de la violencia sexista siguen teniendo, el miedo a no ser creídas, a que su relato no tenga validez. Terror a la violencia, miedo al descrédito por haberla sufrido y miedo a no ser creída. No es que los hombres no tengan miedo en sus vidas, es que las mujeres lo tenemos por el propio hecho de ser mujeres en una sociedad patriarcal.

Otro miedo construido culturalmente es el miedo a estar «sola», definido socialmente como estar sin pareja. Escuchaba el pasado fin de semana un programa de radio que contaba las experiencias de personas que viven solas en pueblos cuasiabandonados. Ha sido «curiosa» la entrevista a los solos y a una «mujer sola». La forma tan diferente de recoger la experiencia de vida de los hombres y «la mujer». Mientras de ellos se decía que eran muy autosuficientes, de ella que había sido su oportunidad para escapar de un matrimonio que ya no deseaba y que su opción era cuestionada socialmente tildándola de estar «loca». A lo que ella añadía «que se sentía muy feliz en la opción de vida que había escogido». Muchas somos las que hemos elegido el privilegio de vivir «solas» aunque compartamos nuestra vida con otras personas.

Además, en el Estado hay, como mínimo, 1.800.000 familias monomarentales, según tecleo, el corrector me indica que esta palabra no existe. Describir la realidad implica poder tener las palabras que visibilicen esa realidad y no otra. Esas familias monomarentales en las que no hay un varón adulto ni en la cabeza ni en la cola de la estructura familiar, bien porque son mujeres que han decidido criar ellas solas, bien por abandono del varón de sus responsabilidades o bien porque la custodia ha sido adjudicada a la mujer. Por eso, cuando hablamos de feminización de la pobreza, de sobrecarga de cuidados de las mujeres, estamos definiendo lo que el diccionario «oficial» omite. Que muchas mujeres asumen ellas «solas» las cargas familiares y que no visibilizarlo facilita la precariedad de sus vidas.

A las realidades que se omiten, se unen otras que rápidamente son asumidas y que son las que dan miedo por sus consecuencias para el conjunto. Un ejemplo de ello es el «capitalismo verde» que se ha vuelto la etiqueta con la que multinacionales hacen su lavado de cara. Ya sabemos aquello de sumarse a la corriente que ha calado socialmente, pero de manera estética y no ética. Parte de ello, es la idea radicalmente neoliberal de que la solución es el reciclaje, del usar y tirar, aunque sea a un punto de reciclaje, cuando la solución es parar el consumo.

Lo que da miedo es que nos acerquemos a la nueva normalidad sin modificar nuestros hábitos, sin cuestionar el modelo de consumo, de producción, de vida. Este modelo de pasa-pantalla, de vidas sin tiempo para ser vividas. Lo que da miedo es en qué momento nos convencieron de la inevitabilidad de comprar en Amazon, de hacer cola en el Primark de Bilbao, ejemplo de la contradicción política, del eslogan de apoyo al comercio local con bonos mientras se dan licencias a macroproyectos.

Hay quien tiene miedo y señala que, en los últimos años, nada se ha movido o se ha movido hacía posturas de derechas, que nunca cambia nada. Esa conceptualización de la desesperanza, de las categorías absolutas, del nada, del nunca, del todo, que pueblan la renuncia a la rebeldía, a la ilusión del compartir la esperanza, es lo que facilita las posturas de la indefensión. En qué momento creímos que solo las futuras generaciones pueden construir un nuevo mundo, descargándonos a las personas adultas de responsabilidad. En qué momento creímos que es la vibra que tú tienes, el karma o que no nos merecemos lo que nos pasa. En qué momento creímos que el desarrollo de derechos iba ligado al desarrollo económico y tecnológico.

El hito de cambiar la política, de ilusionar, que acompañó al 15M o los últimos 8M no sería posible sin el trabajo constante de años anteriores. Lo saben bien las columnas de pensionistas que son parte de nuestra historia viva del activismo político y de que los derechos se conquistan, pero se pueden perder. Por ello, no hay edad para trabajar a favor de la justicia social.

El otro día, mi padre recordaba la tristeza de las mujeres de la familia de mi madre en el Jerte, esa tristeza de postguerra, de maltrato continuado, de renuncia incluso a pensarse diferente. El miedo que yo tengo es renunciar algún día a la idea radical de que otro mundo es posible. Ese día igual ya no tendré miedo, pero estoy segura de que será porque la tristeza lo ha invadido todo. En esta vieja normalidad de precarización de la vida donde un abrazo de consuelo puede ser objeto de desestabilización y de la ira de los antiderechos, me sumo a seguir desestabilizando desde la fuerza y la ternura de no renunciar.