EDITORIALA
EDITORIALA

En esto también habrá que aprender a jugar de otra forma

La alta competición deportiva es parte del periodo estival, y este año ha sido especial también en este terreno, con la Eurocopa de fútbol, los Juegos Olímpicos y ahora los Juegos Paralímpicos de Tokio. En este último evento, tres ciudadanos vascos (uno de ellos nacido en Bretaña pero residente en Euskal Herria) han logrado varias medallas, uno con la selección española y dos con la francesa. Junto a figuras consagradas como Maialen Chourraut, ha despuntado una nueva generación de deportistas, como por ejemplo el vallista Asier Martínez, que han emocionado a la afición vasca. No solo en los Juegos, también han surgido nombres como el de Tessy Ebosele, la joven atleta que hoy cuenta su impresionante experiencia en GARA.

En el caso del omnipotente fútbol, gracias a que San Mamés quedó fuera de las sedes de la Eurocopa, que la Selección francesa cayó rápido y que los italianos tumbaron en penaltis a la española, el ardor futbolero y supremacista no inundó de banderas las calles. No obstante, con la sucesión de competiciones y la visita de mucho turismo estatal, ha sido común ver más gente con las camisetas de las selecciones estatales. La descompresión del conflicto tiene efectos imprevisibles.

Por supuesto, siguen ganando las de equipos e ídolos locales, mezcladas con las pujantes inglesas, las del Barça y las primeras del PSG. El fenómeno es global. Pero cada vez hay más atuendos de la Selección española, con total normalidad. El unionista que haya leído hasta aquí se ofenderá y preguntará, «¿qué pasa, no se puede ser de la Selección española, o qué?», cuando la pregunta lógica es, «claro, pero entonces, ¿por qué vetan que se pueda ser de la Selección vasca?». En el terreno de los sentimientos, son imbatibles; en el de los derechos, nunca aprueban. El objetivo siempre es la rendición, el desistimiento y la asimilación. La españolización, se pinte como se pinte, pero antes «roja» que democrática.

No faltará el cínico que diga que ellos no son nacionalistas o que no hay que mezclar deporte y política. Y pretenderá pasar por encima. Bastará volver a recomendar que se lea “Nacionalismo banal”, de Michael Billig. A estas alturas, hay gente con la que es mejor no discutir.

Cada fase demanda una estrategia distinta

No obstante, el nacionalismo y el independentismo deben reflexionar sobre las estrategias para enfrentar estos intentos burdos de asimilación. Hacer compatible la alegría por el éxito de deportistas vascos con la crítica al veto a las selecciones vascas, a la vez que se construyen estrategias para que los deportistas puedan representar libremente a su país y la afición pueda disfrutar de los logros de sus conciudadanos no es fácil. Requiere de una mezcla compleja de utopismo y realismo político.

Aquí se comprueban divergencias entre vascos y catalanes, por ejemplo. Ha tenido que ser más duro ser Xabi Alonso que Gerard Piqué, por así decirlo. Siempre existe la tentación de hacerles sentir mal a esos deportistas que, en muchos casos, preferirían jugar con la camiseta verde que con la roja o con la azul, pero que no están dispuestos a aparcar su carrera ni a ejercer de vanguardia –en parte, porque tampoco ven retaguardia–. Esta estrategia asociada a la culpa cristiana no parece eficaz.

Con toda su debilidad intrínseca, la posición vasca tiene una ventaja competitiva garantizada: se enfrenta al nacionalismo español, que nunca defrauda. A la gran masa española no le basta con que los deportistas catalanes, gallegos y vascos, para jugar en la alta competición, tengan que jugar con sus selecciones y federaciones. Quieren que eso suponga que aceptan que no debe haber equipos nacionales, que asuman la disciplina estatal por encima de todas las cosas, que no utilicen el euskara ni con sus familias y una larga lista de renuncias que buscan demostrar quién manda aquí.

Estos deportistas siempre serán sospechosos. Basta que fallen un pase, que hagan una salida nula, que tropiecen de cualquier manera, para que los prejuicios supremacistas afloren y las críticas se tornen étnico-políticas. Les necesitan, pero no les quieren. Aun cuando ganen, y les hagan sumar una medalla o un trofeo a su orgullo patriótico, les reprocharán algo. Como mínimo, que no besan su bandera como la enseña de su equipo.

En las últimas décadas ha habido diferentes dinámicas intentando canalizar ese sentimiento en favor de las selecciones y de apoyo a los y las deportistas vascas. Con sus aciertos y errores, siempre han avanzado lastradas por la desidia institucional. En ese ámbito también hace falta un debate serio y un cambio de estrategia.