Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

Humillados y ofendidos

Sarracín es una pequeña localidad, a la sombra de un castillo acostado sobre su vejez medieval y una gruesa capa de musgo, de triste recuerdo en la memoria de los nuestros. En su carretera, cercana a la capital de Burgos, se estrelló el vehículo de Rubén Garate, cuando volvía de visitar en la cárcel de Alcalá-Meco, una dolorosa y fría jornada de febrero de 2000, a un preso de Urbina que saldría de prisión, precisamente, un año después.

Rubén tenía apenas veinticinco años y un intenso empuje vital. Falleció al instante y su cadáver fue repatriado a Otxandio, donde, desde entonces, se ha recordado su cariño hacia el euskara, su militancia solidaria con los presos y su afición festiva con un txistu inseparable. Sus vecinos se animaron a guardar su recuerdo en un colorido mural. Hasta que el TSJPV, ratificando a un tribunal anterior, ha ordenado retirar el mural. Su hermano Ibon lo ha definido con certeza: «Doloridos, atacados, menospreciados, ninguneados».

La dispersión histórica de los presos vascos ha provocado en las últimas décadas la muerte de veinte familiares y amigos. Todos ellos han sido negados en las distintas comisiones institucionales donde se valora el concepto de víctima. Y esta decisión del TSJPV parece ser una piedra más en la línea del negacionismo atávico sobre el conflicto político. No hay víctimas de la dispersión porque el relato es único e impuesto.

El fondo de la cuestión es notorio: no abrir la caja de pandora de las conculcaciones de derechos humanos en las cárceles. Numerosas y que han afectado también a familiares. Autobuses apedreados, vejados en controles, multados y despojados de sus bienes para hacer frente a un gasto multimillonario. La denuncia de Covite al sencillo homenaje de Sare en el lugar en el que murió Fran Balda y el cierre judicial de la revista “Kalera Info”, información básica sobre traslados, movimientos y situación de los presos vascos, es parte de esta estrategia negacionista y supremacista. Únicamente existe lo «legal». Así, la única publicación soportable es la del Ministerio, que publica su “Revista de Estudios Penitenciarios” regularmente, donde precisamente en su último número, refiere a las víctimas. En consecuencia, si no hay víctimas no hay proceso restitutivo. Por eso, Rubén, Balda y “Kalera Info” son silenciados.

Una película, “El silencio de otros”, dio cuenta de las víctimas silenciadas del franquismo, un ejercicio contra el pacto del olvido. Hoy, en la misma línea se quiere enterrar el relato de torturados, desaparecidos, ajusticiados y hasta de los familiares de presos... Una infamia protagonizada por asociaciones subvencionas como nunca lo fueron las de víctimas del franquismo, con ramificaciones en los juzgados, los medios de comunicación y los políticos a quienes se brinda pronto el micrófono y se prestan a condenar nimios o inexistentes agravios, mientras el silencio resulta humillante cuando se trata de verdaderos agravios a la dignidad de los otros.

Ivan Petrovich fue el personaje central de un folletín menor escrito desde su deportación en Siberia por Fiodor Dostoievski. La novela dibujaba una pléyade de personajes vejados por su situación económica y social. Y lo hacía en un libro que llevó el nombre de “Humillados y ofendidos”, una reflexión que sirve para enlatar a las víctimas sin reconocer, esas que siguen siendo vilipendiadas por las élites políticas.

En estas cercanías de la fiesta hispana, 12 de octubre, se han convertido en virales, asimismo, otras vejaciones sobre víctimas históricas, sobre pueblos originarios y hombres y mujeres que aún arrastran el estigma de su condición. Apellidarse Choquehuanca, como el ministro de Exteriores de Bolivia, o reivindicar una forma singular de hacer política, como el EZLN, significa automáticamente la ridiculización y exclusión por parte de la clase política española. La supremacía de los tiempos imperiales, aún continúa como parte de la naturaleza que cohesiona al proyecto jacobino español. La hispanidad se cisca en millones de supervivientes. Lo acaban de corroborar Aznar, el de las Azores, Casado y Ayuso, arietes de la soberbia.

El esclavismo, junto al genocidio de los pueblos originarios, ha sido uno de los mayores crímenes de la humanidad. Aquella dominación, al margen del racismo que generó como excusa, exigió que los pueblos originarios fueran tratados como enemigos, como seres infrahumanos, como salvajes. La construcción de ese relato fue común entre las élites. El genocidio dependía del envilecimiento de las víctimas antes de su exterminio.

Y así sucedió desde la llegada de Colón. Las Antillas estaban pobladas por una comunidad nativa, los taínos. Los conquistadores transmitieron rápidamente el mito de que eran extremadamente violentos y que comían carne humana. El hecho objetivo es que fueron totalmente exterminados en medio siglo. Los hombres y mujeres de la humanidad precolombina fueron llamados «homúnculos», esclavos naturales «incapaces de distinguir entre el bien y el mal».

Salvando las enormes distancias, nos hemos topado con una campaña contra la repatriación de los presos vascos. En una reacción filibustera, el diario madrileño de Vocento marcaba «información» con un artículo sobre los supuestos setenta presos políticos vascos que se encuentran en las prisiones de la CAV. Un artículo que pasará a los anales de la historia como el paradigma de la manipulación: imágenes cambiadas, presos ya en libertad como encarcelados, la fotografía de un moribundo atribuida falsamente a un interno. Humillación, ofensa pública. Venganza hacia los homúnculos de este lado del Atlántico.

Aquel genocidio americano fue acompañado de esterilizaciones forzosas, reconocidas como un crimen de lesa humanidad. Hay otro tipo, sin embargo, de esterilización. Moderna y muy ligada a la hispanidad. La negación del otro, su invisibilización. Como arrojó Basagoiti a Kofi Annan ahora diez años: «Los que defendemos la unidad de España hemos asesinado a cero personas». Negacionismo en estado puro.