Bailando en la oscuridad

La adaptación cinematográfica del exitoso original literario homónimo de Olivier Bourdeaut suponía un reto muy difícil. Sus constantes cambios de estilo, que alternan el surrealismo y la comedia y todo ello aderezado con un toque muy sutil de melancolía, obligaban a que detrás de la cámara se sentará un director experimentado en cuestiones de realizar equilibrios en la cuerda floja.
La tercera experiencia en formato largo de Régis Roinsard, tras “Populaire” y “Los traductores”, se queda a mitad de camino de sus ambiciosa intención. La película goza de un arranque más que estimable, un fogonazo mágico digno de la filmografía de maestros como Frank Capra –este sí que era un gran equilibrista– pero progresivamente se pierde en un incómodo territorio indefinido y más lindante a lo surreal que a lo fantástico. Si en la novela todo se concretaba en una escena crucial, descrita a través de la mirada de un niño que observa fascinado a sus padres mientras estos bailan muy enamorados al compás del tema “Mr. Bojangles”, de Nina Simone, en la película el protagonismo del niño pierde fuerza.
El relato original se nutre de las secuencias vividas y sentidas por el pequeño, cuya infancia transcurrió en compañía de unos padres empeñados en alejarse de las normas establecidas y conjurados en su excentricidad compartida.
Un modelo de vida cuyo fuerte contraste con la realidad provoca una situación extrema y distanciada de la poética fantástica inicial. Roinsard no se muestra especialmente habilidoso a la hora de transitar por esta difusa línea que divide lo real y lo mágico y, para colmo de males, por apostar por un estilo en el que ha predominado la obviedad sobre la sutileza. La película goza de una inestabilidad que, de no ser por la gran labor que realiza la pareja protagonista –Virginie Efira y Romain Duris–, se hubiera derrumbado cual castillo de naipes.

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