Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

El retorno del hombre

A la par que el emérito «atracaba» en el reino, familiares y una parte del vecindario de cinco menores acusados de violación grupal a una niña de doce años eran aplaudidos y vitoreados como héroes que regresan tras la batalla. Por un momento, me trasladé a Burjasot y pensé en cuáles serían los mensajes que estarían recibiendo las niñas y mujeres jóvenes de ese barrio o, de cualquier barrio del Estado. Empecé a pensar en cuántas cosas van a dejar de hacer a partir de ahora. Cuántas veces les van a decir: «no hagas, no salgas, no vayas, no te vistas así, ten cuidado».

«Ten cuidado» es una advertencia de instrucción patriarcal que recibimos todas las mujeres del mundo. Seguro que alguien que me lea podrá pensar que a los niños también se les dan las mismas instrucciones. Eso es parte del problema, creer que tratamos igual, que decimos lo mismo, que impactamos de igual manera en la psique de niñas y niños; que tanto unas como otros tienen las mismas oportunidades de vivirse en libertad y con capacidad de actuar desde sí mismas. La violencia sexista, no la directa sino la simple amenaza de poder sufrirla, de saber que es algo a lo que como mujer estás expuestas, deja una huella cerebral difícil de medir. Esta huella está llena de alertas con mensajes, recomendaciones, cuestionamientos e instrucciones centradas en: dejar de ser, estar, salir, compartir, tomar decisiones en función de las aficiones; algo tan simple como correr, ir al monte sola o viajar, suelen conllevar o bien la renuncia, o bien la adopción de recursos de autodefensa feminista.

Muchas mujeres tenemos alertas feministas para identificar la violencia y poder actuar. Sin embargo, desde el «terror sexual» se nos enseña que ser mujer es un factor de riesgo, lo tenemos que asumir sin darle muchas vueltas, y punto. Pero ojo, que con el querido «empoderamiento individual» hemos topado y, ahora, nos dicen que nos tenemos que empoderar, aprender a decir que no, aprender a poner límites. Total, que todo está en nuestras manos. Si te agreden, es porque no tuviste el suficiente cuidado, o porque no estás lo suficientemente empoderada para poner el límite y decir que no. En todas las ecuaciones se centra la responsabilidad de sufrir violencia en las víctimas, y los agresores pareciera que son simples negociadores, en vez de abusadores que imponen e intimidan desde la violencia física, grupal, de edad, de género. Quiero insistir en algo que es evidente, pero se olvida, la violencia sexista es una imposición, no una negociación entre iguales. Muchas mujeres tenemos clara conciencia del efecto de la desigualdad en nuestras vidas, que es el primer elemento del proceso de empoderamiento, a partir del cual, poner en conflicto los aprendizajes patriarcales, segundo elemento. Describir la realidad no implica un conocimiento de la misma. Indagar(nos) acerca de nuestros propios modelos, estereotipos y roles de género es parte del camino, pero claro, es que no estamos solas, ni en el aprendizaje, ni en el desaprender; el patriarcado aprieta con diferentes intensidades en cada etapa vital. El poder, como señala Foucault, es relacional, se entiende no como un poder sobre una misma, sino como una capacidad de transformar las estructuras donde se están produciendo las dinámicas relaciones de asimetría poder. Vamos que, en el sofá de tu casa, contigo misma, te puedes sentir muy empoderada y seguro que ayuda como parte del proceso interno de desaprender la normatividad de género; pero tener poder real implica que puedas ejercerlo también fuera del sofá. Implica que se te reconozca el derecho a decidir, que sea avalado legalmente y respetado socialmente. Me pregunto qué pensarán los chicos de ese barrio, de los centros educativos, los que comparten lonjas, ocio y aprendizajes con sus supuestas iguales. Qué pensarán cuando ven esas escenas, en las que una parte de la sociedad aplaude como héroes a esos chicos-hombres. Qué pensarán de lo que les está permitido e incluso elogiado.

Últimamente, se escucha cada vez con más frecuencia que las actitudes casposas, violentas, comentarios sexistas o la misoginia cotidiana se achaca a un aumento de la testosterona, como eje del mal. No son las hormonas, sino los aplausos, los votos a partidos negacionistas, la impunidad de los poderosos, el aumento de los antiderechos, unido a la trivialización y burla de todo lo que tenga que ver con las mujeres, lo que garantiza y perpetúa la violencia como daño colateral; bien, por no estar empoderadas o bien, por estar «demasiado» empoderadas y creer que podemos ejercer ese poder en lo relacional con nuestros iguales. Qué curioso que las hormonas sirvan para entender a los hombres en su violencia y a las mujeres, las hormonas y todo lo que tenga que ver con la salud menstrual –que fíjense que eso sí tiene mucho de hormonal, y a la vez, mucho de tabú y de desconocimiento–, nos lo quieran vender como algo que nos puede estigmatizar. El estigma siempre es para las mujeres, porque lo de los hombres y sus hormonas es simple naturaleza «desbocada» y, en la adolescencia, ya se sabe lo que ocurre.

Hace poco en un congreso una profesional señalaba que hay que «dejar de ver a las víctimas de violencia de género como víctimas y hay que verlas como personas» y, entendiendo el trasfondo de lo que quería señalar, pensé que esto solo ocurre con las mujeres víctimas, a las que el patriarcado ha despersonalizado y convertido en mero cuerpo. Cuerpo que ni siente, ni padece, como la regla, que ni huele ni duele ni se la espera en la ecuación de «¿no queríais igualdad? Pues esta es la igualdad». Reino de la igualdad que pretende que sintamos que la expresión de cualquier síntoma o signo relacionado con nuestro cuerpo es atípica, con respecto a esos cuerpos de la igualdad; y que la violencia sexista que podamos sufrir es producto de nuestro comportamiento «atípico». Total, que no me extraña que muchas mujeres sintamos que el feminismo nos ha librado de la locura patriarcal en la que les gustaría encerrarnos como a nuestras antepasadas histéricas.