Mireia ISTURITZ MORENO
Antropóloga social
KOLABORAZIOA

La cultura de la cancelación solo beneficia a los privilegiados

Estos días se ha hablado mucho de «la cultura de la cancelación» a raíz de las declaraciones tránsfobas, machistas y racista de una «cómica», la cual fue invitada a un aclamado podcast. Sin embargo, está «cultura de la cancelación» era, sencillamente, una exigencia por parte de los oyentes de este programa a que dieran una explicación de porqué habían invitado a alguien así cuando se proclaman como un espacio seguro para personas LGBTIQ+, personas racializadas, etc.

Sin entrar en la polémica, me gustaría reflexionar en torno a esa supuesta «cultura de la cancelación». Esto es algo que suele aparecer en muchas ocasiones cuando se denuncian actitudes tránsfobas, machistas, racistas... es decir, cuando un grupo minoritario o minorizado denuncia una flagrante vulneración de los derechos humanos, se recurre al argumento de la cultura de la cancelación, sin embargo, ¿nos estamos dando cuenta de lo que esto significa?

Para cancelar a alguien hasta el punto de minar su reputación, destruir su carrera, etc. hay que tener un gran poder, es decir, que detrás de ese grupo debe existir un sistema social, político, etc., que sustente las proclamas de dicho grupo, además de proporcionarle los medios necesarios (tecnológicos, jurídicos, mediáticos...) para cancelar a esa o esas personas. Si tenemos en cuenta que el sistema de género premia a unos sujetos concretos (ser blanca, hombre, clase media, heterosexual, cisgénero...), podemos deducir que no hay un sistema que respalde a esos grupos minoritarios o minorizados, es más, son las víctimas de ese sistema, son personas que tienen que hacer uso de su agencia para hacer frente a un sistema que los oprime, los desplaza y los trata como «otros»; así pues, ¿cómo es posible que personas que son parte de esos grupos, de esos «otros», tengan el poder de hacerle frente a una persona o grupos de personas que tiene los privilegios que le otorga el sistema? Es un sinsentido que no se sostiene si uno se plantea qué es «la cultura de la cancelación», es más, utilizar como argumento esta frase supone una forma de intentar oprimir las quejas legítimas de esos grupos minorizados. Se presenta a quienes reciben las quejas como víctimas, mientras, los damnificados son interpelados como agresores, violentos, llorones... el argumento de «la cultura de la cancelación» es una forma de intentar perpetuar los privilegios que se te otorgan como individuo, como sujeto de pleno derecho del sistema de género.

La cultura de la cancelación no responde a una realidad objetiva, no hay ningún sistema detrás que premie a las personas y les dé patente de corso para hacer lo que les plazca sin ningún tipo de consecuencia; ni hay un sistema que premie a las personas trans por ser trans, ni un sistema que premie a las personas racializadas por serlo, es un absurdo continuar con un relato ficticio, un relato que presenta un panorama social que oprime a los privilegiados y premia a los oprimidos. Estos alegatos son un reflejo más de cómo los sujetos privilegiados que son parte del sistema de género evitan a toda costa reflexionar sobre sus actos, sus palabras, su forma de actuar, lo que nos lleva a la conclusión de que es una actitud egoísta, una forma de intentar mantener el statu quo. Ahora más que nunca se habla de la cultura de la cancelación por la aparición de una nueva realidad social: las redes sociales. Estas (aunque lejos de ser democráticas y un espacio seguro para los grupos minorizados) abren una resquicio para la queja, para la proclama, para la protesta, es una forma de utilizar la agencia de cada uno para hacer frente a la vulneración de los derechos humanos, de la dignidad humana.

Detrás de la supuesta cultura de la cancelación se esconde la negativa a la autocrítica, un rechazo frontal a asumir que en muchas ocasiones somos seres privilegiados, sea por nuestro color de piel, por nuestro nacimiento geográfico, por nuestro género, nuestro poder económico, etc. Es cierto que siempre es difícil asumir que uno puede llegar a ser un agresor (aunque sea de manera inconsciente), pero eso no implica que no debamos tomarnos en serio las críticas que nos hagan, y más aún, no nos da ningún derecho a justificar nuestra violencia con el alegato de «la cultura de la cancelación».

Ahora y siempre, «la cultura de la cancelación» solo beneficia a los privilegiados.