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El sueño hegemónico hindú no deja dormir a las minorías

En 1947, cuando India logró su independencia del imperio británico, el proyecto de Mahatma Gandhi, ferviente hinduísta, fue crear un Estado laico y multicultural, para que «cada persona se beneficie de un estatus de igualdad, sea cual sea su religión». Murió a manos de un fanático hinduísta menos de un año después.

El hinduísmo político está cada vez más arraigado en la sociedad de India, donde viven 210 millones de musulmanes.
El hinduísmo político está cada vez más arraigado en la sociedad de India, donde viven 210 millones de musulmanes. (Narinder NANU | AFP)

El clérigo hinduísta Jairam Mishra juzga «inadecuadas» y pasadas de moda las ideas de Mahatma Gandhi. «Gandhi sostenía que si te abofeteaban una mejilla había que ofrecer la otra», asegura este brahmán de Varanasi, ciudad santa del hinduísmo en el estado de Uttar Pradesh, el más poblado de India, dirigido por los partidarios del movimiento Hindutva, proyecto hegemonista panhindú. «Los hindúes dudamos a la hora de matar a un mosquito, pero las otras comunidades explotan este estado de espíritu y seguirán dominándonos si no cambiamos de una vez», insiste Mishra.

Más del 80% de los 1.400 millones de habitantes de India son hindúes.

«Tenemos que adaptarnos a la nueva época -añade, e insiste-, cortar las manos que se alzan contra el hinduísmo».

En los últimos años, la extrema derecha ha acentuado sus campañas apelando a hacer de India una nación hindú y a inscribir esa idea en la Constitución frente a los 210 millones de musulmanes del país. Este proyecto está ya en marcha si creemos la retórica del partido panhindú Bharatiya Janata Party (BJP) y de los grandes próceres hinduístas que galvanizan a sus bases desde la llegada al poder en 2014 del primer ministro, Narendra Modi, su jefe de filas. Un ejemplo es el gran templo hindú en construcción, en la ciudad santa de Ayodhya, sobre los restos de una mezquita de la era mogol, destruida hace 30 años por fanáticos hinduístas. Aquel proyecto provocó enfrentamientos interconfesionales por todo el país que dejaron un millar de muertos.

El BJP patrocina, además, la erección de una estatua con la efigie del rey Chhatrapati Shivaji, guerrero hindú del siglo XVII, de una altura de 210 metros y un presupuesto de 300 millones de dólares.

En diciembre pasado, Modi inauguró con gran pompa los trabajos alrededor de otro importante templo hindú, en su circunscripción de Varanasi, antes de la retransmisión en directo por televisión de sus fervientes abluciones en el Ganges.

Modi había revalidado, poco antes, una victoria arrolladora en las elecciones nacionales y hasta sus detractores reconocen sus éxitos en el desarrollo de esta ciudad. «Las infraestructuras, las carreteras, los proyectos costeros, la propiedad... todo ha mejorado», admite Syed Feroz Hussain, musulmán de 44 años y empleado de hospital. «Pero hay también demasiada violencia y muertes ligadas a la religión y un sentimiento constante de tensión y odio» entre las comunidades, añade, por lo que se muestra «muy preocupado» por el porvenir de sus hijos.

FRACTURA CRECIENTE

El profesor del King's College de Londres, Harsh V. Pant, asegura que el ascenso del BJP condiciona incluso las posiciones del Congreso, partido fundado por Gandhi y que mantuvo las riendas del país durante decenios.

Así, y a pesar de que preconiza la laicidad, el Congreso «se ha puesto al servicio de los elementos extremistas de las dos grandes religiones con fines electorales», denuncia.

Tras la destrucción de la mezquita de Ayodhya, el BJP ha explotado la fiebre hinduísta, que ya está «en el corazón de la política india», asegura Pant.

«Todo el mundo hace suyo su discurso y parece que nadie más tiene ideas», añade, para pronosticar que los panhindúes «han venido para quedarse durante las próximas dos o tres décadas».

Eso suena a pan bendito para los supremacistas, liderados por la organización Vishwa Hindu Parishad, una suerte de falange del BJP. «Somos una nación hindú porque la identidad de India es hindú», resume su líder, Surendra Jain, para quien la laicidad es «una maldición y una amenaza para la existencia de India».

«Eso no significa que los otros (las comunidades minoritarias) deban marcharse -concede-, pueden vivir en paz, pero el carácter y la ética de India serán siempre hindúes», insiste.

Modi se cuida muy mucho de distanciarse de esa retórica polarizante, que no dudó en utilizar cuando dirigía el estado de Gujarat, pero sus detractores le acusan de dejar a las personalidades de su partido lanzar discursos incendiarios.

Y sus actos, insisten, satisfacen ampliamente a los partidarios del Hindutva.

Lo que preocupa a musulmanes como Nasir Jamal Khan, de 52 años, guardián en una mezquita de Benarés: «Hay un sentimiento de creciente fractura a pesar de que nuestros antepasados nacieron aquí», asegura. Y confía en que llegue un día en el que los líderes de India dejen de invocar la religión. «Para mí, el primer ministro es un padre de familia y no le corresponde tratar a sus hijos de maneras diferentes», subraya Khan.