Mikel INSAUSTI
EL IMPERIO DE LA LUZ

A Margaret Thatcher no le gustaba el cine

En un subgénero tan prolífico como el del cine dentro del cine, se da una gran variedad de temáticas, a las que se ha sumado la corriente reciente de autores consagrados que sienten la necesidad de escribir su carta personal de amor al séptimo arte. Pero la más emocionante, o la que nos hace soltar la lagrimita nostálgica a la cinefilia más curtida, es la dedicada a las salas de proyección y su personal. Una categoría muy querida que tiene a Tornatore y “Cinema Paradiso” (1988) como modelo fundacional, y a la que se une ahora gustoso Sam Mendes, poniendo su arte y oficio en el empeño. No sería lo mismo sin la colaboración imprescindible de su director de fotografía Roger Deakins, que merecía haber ganado el Óscar este año, pero parece ser que no tocaba. Aun siendo cierto que Mendes y Deakins alcanzaron el techo técnico-narrativo con su anterior y magistral “1917” (2019), monumental película bélica rodada en un solo plano-secuencia, “El imperio de la luz” (2022) merece también ser disfrutada, aunque solo sea por el brillante espectáculo visual que proporciona de principio a fin.

Pero como la gente cinéfaga no solo se alimenta de imágenes, Mendes ha tenido bien contarnos, en su primer guion escrito en solitario, la intrahistoria de la plantilla del cinema Empire, situado en la zona costera de Kent. Si eras un espectador habitual en el pasado, acostumbrado a reconocer a la taquillera o a los acomodadores, te preguntabas por su vida, por cómo sería. Y aquí nos encontramos con una versión particular de esas existencias anónimas. La madura y solitaria encargada (Olivia Colman) tiene amistad con el proyeccionista (Toby Jones), mientras soporta a un jefe abusivo (Clin Firth), hasta que se ilusiona con el nuevo empleado (Michael Ward). Un romance con el racismo de la etapa tacherista en contra.