AMAIA EREÑAGA
BILBO
Elkarrizketa
Juan Pablo Villalobos
Escritor

«Después del discurso apocalíptico viene el discurso autoritario»

Juan Pablo Villalobos nació en México en 1973 y vive en Barcelona desde 2003. Escritor incisivo y juguetón, de pluma de apariencia falsamente ágil -hay mucho trabajo de reescritura detrás-, su novela más reciente es «Peluquería y letras» (2022, Anagrama), una divertida «road movie» por su barrio de Gracia. De fondo, un corpus literario sobre la migración.

(Oskar MATXIN | FOKU)

Novela corta, con una historia de un solo día de duración (literal), ”Peluquería y letras” es una especie de road movie por el barrio barcelonés de Gracia en la que se ve metido un día Juan Pablo Villalobos o su alter ego -porque este autor mexicano trabaja la autoficción; los hechos son, pero no son reales- cuando su peluquero de siempre cierra el negocio. Sumamente divertida, de esas que hacen saltar la carcajada, retrata una Barcelona multicultural. Es la séptima novela de este autor mexicano, que estuvo en Bilbo ayer en el marco del festival Gutun Zuria.

«La ciudad mutante» es título del debate de Gutun Zuria. Le va como anillo al dedo, porque «Peluquería y letras» va precisamente de una ciudad, Barcelona, y no sé si se puede definir como una «crónica posmigración».

Sí. De hecho, tres de mis libros están localizados en Barcelona: “No voy pedirle a nadie que me crea” [premio Herralde de novela en 2016], “La invasión del pueblo del espíritu” y “Peluquería y Letras”. Digamos que mis tres primeras novelas eran mexicanas, en el sentido de que estaban situadas allá. Pero, después de muchos años de vivir en la ciudad, sentía la urgencia de ser coherente con mi realidad: es decir, que soy un migrante y soy alguien que está claro que se quedó a vivir aquí. Es decir, ya no hay vuelta atrás. Entonces, lo natural, lo honesto, era escribir sobre aquello que me queda más cerca, que es la ciudad. Yo diría que son muy distintos los tres libros en su exploración de la ciudad: el primero tiene mucho que ver con la mirada del migrante cuando llega, con el choque cultural, con las diferentes violencias a las que se enfrenta, con la mirada de extrañamiento... “La invasión del pueblo del espíritu” ya es mucho más consciente de qué es la ciudad y de sus luces y costumbres, y es una exploración de los microrracismos y las microxenofobias. Y en “Peluquería y letras” realmente está como el miedo a la asimilación, ¿sabes? Miedo a esta idea de que el inmigrante tiene que integrarse, que tiene que volverse un buen ciudadano. Y creo que para un artista, para un escritor, para alguien que trabaja creativamente, la asimilación es una idea superpeligrosa. Uno tiene siempre que buscar un sitio desde el cual mirar y, en mi caso, narrar de una manera periférica o marginal, o cuando menos problemática, que ponga en crisis algo. Si te asimilas, te aburguesas.

De hecho, el protagonista duda sobre ¿qué es la felicidad? Y se pregunta, ¿me estoy aburguesando?

Tal cual. Y yo digo de broma con amigos -no se lo he dicho a nadie en una entrevista y me hace gracia- que, en realidad, me di cuenta después de escribirla que es una novela de alguien que tiene miedo de convertirse en escritor español.

Otro de sus libros es «Yo tuve un sueño», un trabajo entre ficción y periodismo sobre diez niños centroamericanos que emigran a EEUU. Un libro duro, aunque muy necesario, pero una rareza en su obra.

Es un libro que, efectivamente, no se parece a nada de lo que yo escribí. Es un libro de testimonio donde digamos que mi trabajo fue escuchar y realizar un trabajo de montaje; es decir, no hay una aparición de una primera persona que se interponga entre el testimonio y el lector, no aparezco yo en ningún momento. Fue una decisión muy meditada de decir: ‘Yo no pinto nada aquí, yo soy un vehículo, yo soy un instrumento’. Y ¿por qué lo hago? Pues porque yo puedo hacerlo.

¿Fue un encargo?

Sí, de una editorial de Estados Unidos. Se publicó en diversas lenguas, pero originalmente salió en inglés y en español. Me lo pidieron para una colección de lo que llaman en Estados Unidos Young Yeaders Books, lo que aquí sería juvenil. Aunque es un libro durísimo para que los jóvenes se lean, en Estados Unidos se lee en escuelas.

Hay violencia en los países de origen, en el camino y la llegada. La pregunta que surge es si aquello tiene solución.

Me preocupa mucho que mis libros transmitan una sensación apocalíptica de decir: ‘No hay nada que hacer’. Creo que la literatura no está para constatar que la realidad es horrible y que nunca nada va a cambiar. Creo que a veces nos equivocamos, por ejemplo, los escritores en México con todo el tema de la violencia: a veces la trabajamos de una manera muy grotesca con la intención supuesta de horrorizar al lector para que reaccione y para que tome una conciencia crítica. Yo me quedo pensando si el lector no está ya lo suficientemente horrorizado por la realidad; es decir, ¿que le da va a dar el libro que no le dé el efecto cotidiano del contacto con la violencia? Y esos libros, al final, son tan desgarradores, tan desesperanzadores, que creo que tienen un peligro, que es que nos desactivan políticamente. Es decir, como no hay nada que hacer ya no vale la pena posicionarse, ni actuar, ni buscar alternativas... No hay una construcción de un discurso político posible y este es el territorio perfecto para que surjan los discursos autoritarios, que es lo que está pasando en El Salvador. Si tú abonas el miedo y le dices a la gente que no hay esperanza y la asustas; la gente, por miedo, acaba respaldando los proyectos del primero que aparezca y te prometa mano dura y un discurso fascista. Lo que está sucediendo ahora en El Salvador es terrorífico, es una distopía en tiempo real con la promesa de una seguridad que parece que está sucediendo. Esa promesa parece que se está cumpliendo, pero ¿a qué coste? ¿Al de desmantelar el Estado de derecho, al de violar los derechos humanos, meter a la cárcel de manera indiscriminada a un montón de gente que seguramente no tiene nada que ver o que, a lo mejor, metes al culpable y al amigo del culpable, por si acaso? Y este es el precio que parece que la gente está dispuesta a pagar cuando está lo suficientemente asustada. Entonces, hay una responsabilidad que tenemos los escritores, los cineastas, los artistas en general, de no contribuir a esos discursos apocalípticos. Porque después del discurso apocalíptico viene el discurso autoritario.

Pero la realidad sigue siendo así de dura.

Totalmente. Tampoco quiero yo defender una ‘literatura de elevación’, de decir que no está pasando nada. Creo que sí que hay que retratar la realidad, pero también hay que retratarla de una manera que sea posible imaginar otras realidades.

Porque para eso está la literatura y no para retratar la realidad de una manera tan apabullante, tan arbitraria, tan tajante.