Mendinueta, el despoblado que revive un día al año
Hace sesenta años, los vecinos que todavía residían en Mendinueta abandonaron este pueblo navarro y la soledad y la maleza se enseñorearon del lugar. Pero desde hace tres décadas, al menos un día al año, la vida regresa a sus ruinas, ya que algunos de los que fueron sus últimos habitantes continúan celebrando sus fiestas.

Como si se tratara de un hechizo de cuento, cada 12 de octubre desde hace tres décadas, la vida regresa por unas horas a Mendinueta, un pueblo de Nafarroa que está deshabitado desde hace 60 años. Ese particular momento, que rompe el habitual silencio del lugar, se produce gracias al empeño de algunos de sus últimos habitantes por conservar la memoria de la localidad celebrando sus fiestas.
Un cohete anuncia la llegada del esperado día desde el cercano pueblo de Urrotz, donde residen los Agudo, miembros de una de las familias que vivió en su día en ese despoblado.
A continuación, varios coches se dirigen hacia lo que queda de Mendinueta. Es un breve recorrido de unos diez minutos por un camino de piedras en cuyo horizonte se va recortando la silueta de la torre del lugar, rodeada de maleza y con la peña Izaga como telón de fondo.
En una pequeña explanada situada en lo que era el arranque de la calle del pueblo, los congregados aparcan sus vehículos y distribuyen varias mesas para la comida, mientras se van haciendo las brasas en las que se preparará txistorra, tocino, costillas de oveja y unas chuletas.
Toni Agudo instala una peculiar rampa de lanzamiento de madera desde la que parten varios cohetes con el objetivo de recordar que, pese al abandono que sufre desde hace más de medio siglo, se siguen celebrando las fiestas de Mendinueta.
Las conversaciones animadas, las risas y un montón de buenos recuerdos llenan el ambiente ante los restos de las viviendas del lugar, llevando unos retazos de vida a un pueblo que tuvo que ser abandonado «hace exactamente sesenta años», recuerda Agudo, que por aquel entonces tenía 10 años.
SEIS MILLONES
Fue una salida abrupta que afectó a las cuatro familias que residían en la localidad, porque «Mendinueta cambiaba de dueño. Era propiedad de un marqués y, como vivíamos aquí, nos ofrecieron a nosotros primero la posibilidad de comprar el pueblo por seis millones de pesetas de entonces».
Poner de acuerdo a las cuatro familias para realizar ese desembolso no era fácil y «tampoco había mucha vida en el pueblo», así que finalmente declinaron la oferta y todos sus habitantes tuvieron que abandonar el lugar «al pasar la propiedad de un marqués a otro».
Tres familias terminaron recalando en Iruñea y la cuarta, en Urrotz. Entre sus enseres, sus habitantes se llevaban también los años vividos en Mendinueta, que ahora cobran vida con una nitidez sorprendente en la memoria de Toni, mientras camina entre hierba y zarzas por las ruinas de la localidad para realizar la visita guiada que suele completar la jornada festiva.
Según va explicando, en su momento, el pueblo contaba con cuatro grandes casas, un pajar distribuido en cuatro partes para que cada familia guardara la suya, con la torre señorial levantada sobre sólida roca, un pequeño cementerio a su vera y dos iglesias, junto a dos graneros. Le faltaba una escuela, por lo que los más pequeños tenían que desplazarse hasta Urrotz para recibir clase.
Sobre las iglesias, añade que el templo más antiguo con el que contaba la localidad quedó inutilizado por un siniestro, por lo que se levantó un segundo de ladrillo, del que apenas quedan restos.
Un cura se encargaba de oficiar misa en Mendinueta, al igual que en otros lugares próximos. Cuando el sacerdote llegaba «al barranco, mi abuelo, que entonces tendría unos 80 años, salía a recibirle con el caballo. El cura, que tendría unos 25 años, se montaba en el caballo y mi abuelo llevaba su montura del ramal hasta el pueblo. Era la costumbre y no pensaban que pudiera ser de otra manera», detalla Agudo.
La localidad también contaba con un pastor que «recogía las ovejas de las cuatro casas y las llevaba a comer. Después las traía otra vez y las iba entregando». Ese pastor contaba con su propia casa en el extremo norte del pueblo.
Muy cerca se encuentran los restos de la primitiva iglesia, de la que se conserva parte del ábside de piedra, y junto a la que se levanta la torre de la localidad, cuyos recios muros se muestran sólidos a pesar de que en un lateral amenaza con caerse la estructura de piedra entre dos ventanas.
A sus pies se encontraba el pequeño cementerio de la localidad, que aparece cubierto de restos de piedra de la torre y sin cruces o lápidas, a pesar de que en una esquina, unas flores de plástico han sido colocadas por alguien que ha querido recordar a algún ser querido inhumado en ese lugar.
La última persona enterrada en ese cementerio fue la abuela de Agudo, cuyo hermano Alfonso fue el último habitante nacido en el lugar y a cuyas fiestas sigue asistiendo.
¿Pero cómo eran las fiestas de Mendinueta cuando todavía estaba habitado? La esencia era muy similar, recuerda, aunque entonces había también baile. Este último corría a cargo de los hermanos Vidal y Josetxo Olaberri, del asador del mismo nombre, que «iban por varios pueblos tocando el acordeón en fiestas». Para la ocasión se instalaba un remolque en un espacio situado entre el pajar y la casa de los Agudo. Los hermanos Olaberri «se subían y tocaban desde ahí, mientras había cuatro bailes alrededor».
El 12 de octubre era un día en el que «venía gente de todos los pueblos de alrededor, que iba a la casa donde tenía familiares o amigos, más o menos como se sigue haciendo ahora en otros sitios. Igual nos juntábamos cuarenta personas para comer y otras cuarenta para cenar, y comíamos oveja, pollo, conejos..., porque eran animales que todas las familias tenían en casa», desgrana con una sonrisa.
SIN AGUA CORRIENTE
Atender a esos visitantes suponía un esfuerzo desde varios puntos de vista, ya que, aunque la localidad disponía de luz eléctrica, «no había agua corriente. Había que ir a la fuente a cogerla con unos cubos». Por ese motivo, a su abuelo le impactaron tanto las ‘modernidades’ de la casa en la que se instalaron en el barrio de Arrosadia de Iruñea una vez que abandonaron Mendinueta. Tan sorprendido estaba que llegó a asegurar convencido de que «una casa así no la tiene ni Franco», señala divertido su nieto.
Todos esos recuerdos y algunas de las fotos que se conservan del lugar cuando estaba habitado están sirviendo «a un amigo de Aoiz que es belenista para preparar una maqueta del pueblo. Cuando esté terminada, la pondré en el desván de casa para que la vea quien quiera», explica ilusionado Agudo.
Será una aportación más a ese empeño por preservar la memoria de Mendinueta, cuya decadencia ha ido presenciando Agudoi paso a paso desde que, hace años, se instaló en Urrotz con sus hermanos para ejercer su oficio de carpinteros. «Vengo continuamente por aquí y he ido viendo cómo se va derrumbando todo y quedan cuatro piedras», señala con resignación.
Entre esas visitas figura la ineludible del 12 de octubre, que va tocando a su fin. Llega el momento de recoger todo lo trasladado hasta este lugar para celebrar la fecha y regresar a casa, dejando Mendinueta de nuevo en su silencioso abandono. La maleza seguirá creciendo y más piedras se irán desprendiendo de sus últimos inmuebles. Pero al menos durante unas horas, la vida y las sensaciones que llegó a generar han vuelto con fuerza a ese lugar, haciendo bueno el dicho que asegura que «nadie muere del todo, mientras haya alguien que lo recuerde».

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