De cuando las abejas eran las primeras en conocer una defunción
La cera de las colmenas ha jugado un papel trascendental en los ritos funerarios vascos, hasta el punto de que cuando una persona fallecía, las primeras en saberlo eran las abejas, antes incluso que el cura o el médico. Un rito ancestral que ha perdurado hasta tiempos recientes en pueblos de Nafarroa y Gipuzkoa.

Amezketa, localidad guipuzcoana situada a los pies de la sierra de Aralar y la única que mantiene viva la costumbre de encender las velas de las argizaiolak en las sepulturas familiares, acogió ayer la presentación del libro “Cera - Argizari” de los autores Fernando Hualde y Joseba Urretavizcaya, un trabajo etnográfico editado por Xibarit Argitaletxea en colaboración con el Ayuntamiento de esta localidad y Laboral Kutxa, y que nos acerca a los ritos funerarios vascos que tienen como elemento central la cera que ilumina el camino tras la muerte.
No cabe duda de que nuestros antepasados veían la muerte con otros ojos. Lo que hoy en día no es más que el final de la vida, en otros tiempos se consideraba como una etapa más de la existencia humana. Se creía que después de la muerte existía algún otro tipo de vida y es por ello que, en las sepulturas, se dejaban objetos que pudieran servir de ayuda en esa segunda vida, como joyas, armas, comida, bebida y, por supuesto, velas encendidas.
Aunque puedan parecer costumbres arcaicas y muy lejanas -de hecho, podrían tener su origen en el Neolítico-, lo cierto es que han perdurado hasta tiempos muy recientes en pueblos de los valles navarros de Baztan o Ultzama o en los pueblos guipuzcoanos que lindan con Nafarroa. Tal y como nos recuerda el investigador y etnógrafo navarro Fernando Hualde, «todavía encontramos personas de cierta edad que recuerdan haber escuchado en casa cómo después de un fallecimiento, y antes de dar aviso al médico o al sacerdote, lo primero que hacían era acudir a las colmenas y comunicárselo a las abejas para que se esmerasen en producir más cera, pues la persona fallecida la iba a necesitar».
¿Y cómo se comunicaba esto a las abejas? Pues con unos suaves golpes en las cajas de las colmenas mientras se pronunciaba la frase: «Erletxuak, erletxuak, egizute argizaria. Nagusia hil da-ta behar da elizan argia» (Abejitas, abejtias, elaborad la cera, que el amo ha muerto y hace falta luz en la iglesia). Incluso, en ocasiones se llegaba a dejar una prenda del difunto sobre la propia colmena «para que las abejas tuvieran bien presente que tenían que hacer más cera para ese difunto», explica el autor del libro, quien recuerda que en Inglaterra, tras la muerte de la reina Isabel II, lo primero que se hizo fue también comunicar el fallecimiento a las abejas, algo que podría tener su origen en las relaciones entre el reino navarro y el de Inglaterra en el siglo XII.
JOAQUÍN DONEZAR, ÚLTIMO CERRERO
En opinión de Fernando Hualde, desde la mentalidad de hoy, no alcanzamos a entender la importancia que antaño tuvo la cera. «Hay que tener en cuenta que eran épocas en las que no existía la luz eléctrica, y lo que se utilizaba para iluminar eran las velas, lo que las convertía en un elemento de muchísima trascendencia. Incluso se utilizaba para realizar pagos a las instituciones o a la iglesia, ya que de esa manera se contribuía a la luminaria de los espacios públicos o de las iglesias».
Es por ello que el oficio de cerero ha estado también muy generalizado hasta tiempos recientes, aunque en las últimas décadas ha desaparecido a marchas forzadas. El libro de Hualde y Urretavizcaya dedica también un apartado especial a este oficio, de la mano de Joaquín Donezar, el último artesano que sigue elaborando velas, cirios y hachones al estilo tradicional.
«Hasta hace unos años era su padre quien mantenía el negocio familiar, instaurado en 1853. Cuando murió, pensamos que iba a desaparecer todo, pero su hijo ha continuado y hoy día representa la sexta generación de un negocio radicado en pleno centro de Iruñea, en la calle Zapatería», indica Fernando Hualde.
Aunque mucha gente lo desconozca, el oficio de cerero ha ido siempre ligado al de confitero, labores ambas que se compaginaban en un mismo obrador. La razón principal por la que se instalaba una cerería era la fabricación de velas, pero como esa actividad provocaba un excedente de miel, su aprovechamiento les llevaba a convertirse en confiteros. De hecho, en Nafarroa todavía existe la Cofradía de cereros y confiteros.
LLEVAR LUZ A LA SEPULTURA
Y como hemos dicho al principio, toda esta fabricación de velas tenía una finalidad: llevar la luz del hogar a la sepultura de la iglesia para que alumbrara el camino tras la muerte. Hualde subraya el hecho de que antaño no se encendía la vela en la iglesia, sino que había que llevar la argizaiola encendida desde casa. Un detalle que, a su juicio, «nos conecta directamente con el derecho pirenaico y el concepto de casa, que no solo abarcaba el lugar de residencia y las propiedades, sino también la sepultura de la iglesia».
La costumbre de encender argizaiolas se ha mantenido viva hasta tiempos muy recientes en pueblos del norte de Nafarroa y del este de Gipuzkoa, pero en la actualidad es Amezketa la única localidad donde se conservan estas velas enrolladas en tablas de madera con apariencia antropomorfa y decoradas con motivos geométricos, en muchas ocasiones, de origen celta.
El motivo por el que esta tradición ha desaparecido de forma tan abrupta está relacionado con la orden dictada en el siglo XIX para sacar los enterramientos fuera de las iglesias, tanto por falta de espacio como por motivos sanitarios. Esto motivó la retirada de las sepulturas de madera que ya no se utilizaban y la posterior remodelación del interior de los templos, lo que causó la desaparición de la costumbre de encender las argizaiolak.
Pero Amezketa es el único municipio que ha conseguido mantener esa tradición, y así lo han querido plasmar Hualde y Urretavizcaya en su libro, no solo a través de la fotografía, sino también de un trabajo de documentación por el que han logrado identificar la casa a la que pertenecen un total de 115 argizaiolak, de las que todos los domingos se siguen encendiendo unas 70. De hecho, junto al libro han elaborado un póster con las fotografías de todas las argizaiolas que se conservan en la iglesia, del que se han editado 745 ejemplares.

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