Trump vuelve a fuerza de brecha de género y un sistema electoral a medida
El nuevo triunfo de Donald Trump no es casual, sino consecuencia de años de insistir en un discurso de derecha radical alternativa que ha logrado captar a votantes hombres jóvenes de minorías otrora leales al Partido Demócrata. El peculiar régimen estadounidense es el gran marco que facilita su éxito.

Parecía inverosímil, pero ya es realidad. El multimillonario y convicto de la Justicia Donald Trump se convierte en el primer presidente en un siglo en ser reelecto con un mandato intermedio. También el primero en ser votado tras instigar un golpe de Estado y la irrupción en el Capitolio. Esta vez las encuestas no fallaron como en su primer triunfo de 2016. Entonces había ganado el Colegio Electoral, pero perdido el voto popular frente a Hillary Clinton. El retorcido y complejo sistema de elección presidencial estadounidense le permitió ese lujo que no cualquier jefe de Gobierno puede darse.
Tras perder en 2020, esta vez sí ha logrado por primera vez ganar, aunque no por mucho, en cantidad de sufragios. Y vaya paradoja (la primera): consigue ahora dos millones menos de votos que hace cuatro años, cuando perdió (72 millones contra 74 en 2020).
Condenado por 34 delitos, con una retórica incendiaria y polarizante y después de una década de estar en el máximo nivel de exposición pública generando odios y amores, ¿cómo puede ser que este hombre de 78 años, aspecto excéntrico y modales rústicos vuelva a ocupar el cargo de mayor responsabilidad del planeta y por decisión popular? Los motivos, como siempre en sociología política, son complejos y variados, pero uno resulta insoslayable: ha tenido la mejor y más perdurable estrategia de construcción de poder usando a su favor el sistema electoral.
SISTEMA Y DISCURSO
Ante todo cabe recordar que el Colegio Electoral norteamericano es una institución que mediatiza la elección del presidente. El cargo no se decide por sufragio directo, sino que los votantes eligen a representantes que acudirán al cónclave tras los comicios para decidir al jefe del Poder Ejecutivo. Cada estado confederado tiene una cantidad fija de representantes y solo en dos de los 50 estados la minoría está representada. Es decir, que en 48 de ellos quien gana, sea por un voto o diez millones, se queda con todo.
Además, para proteger a los estados más pequeños y alejados de la metrópoli, el sistema los sobrerrepresenta, no solo en el Colegio Electoral, sino también en el reparto de escaños (y en el Senado, como suele ser). Como la amplia mayoría de los estados con menor población son más conservadores (la excepción son los de la costa noreste que circundan Nueva York), la suma de electores en el cónclave retribuye más a la derecha.
Ahora bien, esto no fue siempre así y, de hecho, hasta los años 80 muchos estados pequeños votaban demócrata o California votaba republicano. Pero tras la revolución conservadora que comienza con Richard Nixon y profundiza Ronald Reagan, el sistema se reconfigura con una polarización pronunciada y antagónica entre grandes ciudades y regiones rurales o menos urbanizadas. La incesante migración y la activación política de los afroamericanos se hace sentir demoscópicamente especialmente en la metrópoli.
En este marco es en el que Trump actúa de forma disruptiva cuando decide buscar la Presidencia (luego de intentar hacerse un lugar entre los demócratas en los años 90, que no prosperó). Para ello aplica un nuevo manual de estilo y táctica que recoge elementos del neoconservadurismo de George W. Bush, pero que lo modifica con más pragmatismo, populismo y giro en la prédica económica, sumado a una disociación cada vez mayor entre discurso y realidad (uno de los autores ideológicos de esta estrategia es su exsocio Steve Bannon, padre de la alt-right).
Este nuevo paradigma va ganando terreno año tras año montado en un aliado esencial: la revolución en la comunicación provocada por las redes sociales y los medios alternativos, que transmiten mensajes simplificados, sin control y sin cumplir la deontología periodística. Sin tener en cuenta esto, no se puede entender el triunfo de Trump.
¿Por qué? Los datos que venían ofreciendo las encuestas, y lo que han confirmado las urnas, es que el discurso trumpista ha ensanchado como nunca la brecha de género y ha logrado permear y erosionar las bases más sólidas de votos de los demócratas, causando filtraciones nada despreciables de votos en las coaliciones que llevaron a Barack Obama, Hillary Clinton y Joe Biden a ganar el voto popular y a evitar que durante dos décadas los republicanos pudieran ganarlo (la última vez, en 2004, en medio de un trauma nacional que generó la llamada «lucha contra el terrorismo»).
La coalición de votantes que sostuvo a los tres líderes demócratas era el voto de los sectores metropolitanos, las mujeres blancas universitarias, los jóvenes, los hispanos, otros colectivos migrantes y, por mucha diferencia, los afroamericanos. En todos esos segmentos los demócratas obtenían mayor o menor ventaja.
Trump ha ido a por ellos. Con el paradigma anti woke, como lo llaman algunos, rabiosamente anti-izquierdista y que se revuelve ante discursos feministas y de diversidad de género, ha logrado romper la solidez de esa coalición y se ha quedado con una parte que lo ha favorecido en los estados donde lo necesitaba.
En 2016, con su campaña machacando por la reindustrialización y el “Make America Great Again” logró cautivar a votantes del rust belt (cinturón de óxido), la región que más había sufrido la globalización económica y la desindustrialización (Michigan, Ohio y Pensylvania, especialmente).
Ocho años después, Trump mantiene ese discurso industrialista, pero su paradigma ha calado hondo en el electorado conservador. De hecho, ha devorado desde dentro al Partido Republicano y no quedan casi allí centristas que se opongan a él. La trumpización tuvo éxito y ha permeado profundamente los medios, las élites, la cultura y el electorado de la mitad conservadora del país.
Es así como ocurren hitos históricos: el primero a destacar es la caída del favoritismo afroamericano por un candidato demócrata, muy marcadamente entre los hombres. Un sondeo de la principal cadena televisiva, NBC, informaba que el 20% de los afroamericanos votaron por Trump, mientras que solo lo hizo el 7% de las afroamericanas (que eligieron a Kamala Harris en el 92% de los casos, mientras que ellos solo el 78%).
Las encuestas venían exhibiendo esta brecha y, de hecho, hace tres semanas Obama hizo un especial llamado a los hombres negros para que votaran por Harris. El informe VoteCast de la agencia AP, que sondeó a más de 115.000 votantes, señalaba que el apoyo afroamericano descendería de media un 10% con respecto al obtenido por Biden en 2020.
El sondeo de NBC también indicaba que se ha disparado la brecha entre los votantes hispanos hombres: el 54% votó por Trump, mientras que solo el 37% de ellas. Entre los hombres blancos el 59% apoyó al republicano y solo el 39% a la demócrata. El trabajo de AP también señalaba que el 50% de los menores de 30 años iban a votar por Harris, frente al 60% que lo hizo por Biden.
PEQUEÑOS GRANDES PASOS.
Estas no tan pronunciadas diferencias sociológicas en la manera de votar han generado grandes vaivenes en los resultados gracias al sistema electoral: un puñado de miles de votos ha catapultado a Trump en algunos distritos. Se ha quedado con los 10 de Wisconsin para el Colegio Electoral superando solo por un 0,9% a Harris, o con los 15 de Michigan por una diferencia a su favor del 1,4%. Los platos fuertes de Georgia y Pensylvania los consiguió con solo 2 puntos por encima.
El factor «el ganador se lleva todo» hace que pequeños cambios en segmentos sociales tengan su impacto. Muchos creen que Michigan, por ejemplo, se ha perdido porque Harris ha sido ignorada por la comunidad árabe norteamerica- na, enfadada por la actitud del Gobierno de Biden ante Israel en Gaza. Es el estado con mayor presencia árabe, que representa el 2% del padrón (212.000 votantes), y Harris lo perdió por 60.000 votos.
A esto se debe sumar la abstención: es evidente que el electorado progresista, sea por falta de motivación o por incredulidad del triunfo de Trump, se ha quedado en casa. Las cifras son nítidas: en 2020, Biden tuvo 81 millones de votos mientras que Harris ha logrado 67 millones, en un país en el que la población ha aumentado en 15 millones de habitantes en solo cuatro años.
Trump superaba en 6 puntos a Harris ante la pregunta de quién estaba mejor preparado para enfrentar los retos económicos, según un sondeo para “The New York Times”.
Algunos especialistas venían apuntando a otro factor: la campaña de Harris, además de improvisada por la renuncia incomprensiblemente tardía de Biden, fue errática en sus objetivos. Su intento de cortejar a los republicanos moderados temerosos de Trump con un discurso más centrista y menos progresista que el de Biden y Obama no surtió efecto. Había un movimiento de republicanos (un comunicado reciente aglutinó a 400 exlegisladores y altos cargos de la derecha que pedían apoyar a Harris) que tuvo eco mediático, con casos muy resonados como los de Liz Cheney (hija del exvicepresidente), pero la conquista de ese electorado falló.
Por último, también ayudará a entender el resultado el hecho de que durante toda la campaña la economía fuera la preocupación principal de los votantes, según las encuestas. Por algún motivo, Trump superaba en 6 puntos a Harris ante la pregunta de quién estaba mejor preparado para enfrentar los retos económicos, según el sondeo del Siena College para “The New York Times”. Se mire por donde se mire, el discurso y la estrategia del republicano han cosechado una larga y sostenida siembra.

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