«Quien no defiende el euskara es un animal»
La expresión «o tempora, o mores» la utilizó Cicerón en su primera Catilinaria. Es una ajustada expresión que lamenta ciertos hechos de la vida presente que, comparados con el pasado, dejan mucho que desear. No indica que el tiempo pasado fuera mejor, solo que, en ocasiones, el pretérito pinta mejor que el presente. También sirve como hipótesis desiderativa: «si hubiéramos hecho caso a ese pasado, no lamentaríamos lo que sufrimos en el presente». Pero, ¿quién concita el pasado, como recomendaba Heródoto, para no cometer sus mismos errores?
Al asociar la efusión ciceroniana con el euskara, me preguntaba cómo se ha podido llegar a la situación actual, con un euskara siempre a la defensiva y con una necesidad de atención paliativa permanente. De cumplirse lo que se quería para él en el pasado, ¿hubiese sido Navarra tablajeada en un apartheid lingüístico? ¿No es Navarra una totalidad por voluntad ciudadana? Emponzoñar una lengua para trocear un país, cuando el euskara no se impone −se ofrece como un derecho del ciudadano para acceder voluntariamente a su conocimiento y uso−, no parece muy ético, ni democrático.
Si el lector aplicara el dicho ciceroniano al euskara, se toparía con tal cantidad de hechos que, de haber ejecutado su desiderátum, la Navarra actual sería una Jauja lingüística. Por ejemplo, en 1913, los catalanes pidieron al Gobierno central que «las oposiciones a Notarías se celebrasen en catalán y con arreglo al Derecho civil». En defensa de estos catalanes, alguien sostuvo que «los usos, costumbres de un país, tienen una condición inferior a la de un idioma vivo, por lo que (el Gobierno) está obligado a respetar todo cuanto vaya en contra de las leyes del pueblo que conservan su idioma. Y lo que digo del idioma, lo digo del Derecho, porque el idioma es más que el Derecho». Concluía que «los idiomas antiguos, y el vascuence de una manera especial, no pueden sufrir agravio de un gobierno, porque querer destruir un idioma es lo mismo que querer cometer un homicidio».
Este crítico radical no era nacionalista catalán, ni vasco, menos independentista. Lo sostenía el «regionalista» Garcilaso, seudónimo del director de “Diario de Navarra” (26.2.1913), más españolista que la coraza de El Cid.
Más. Cuando la Diputación Foral de Navarra dijo que establecería una Cátedra de euskara en la Normal de Maestros de Pamplona y que rogaría al Obispo para que «abriera una clase del viejo y noble idioma en el Seminario Conciliar», este Garcilaso apostilló: «Ya era hora que la Diputación hiciese algo tan afirmativo en pro del vascuence». Y vaticinaba que «si lo hace, pasará a la posteridad como uno de los elogios más dignos de ella». Tras aplaudir este gesto, aconsejaba que para «tener la virtud de obrar casi el milagro de una restauración completa de ese idioma milenario que a través de las centurias y en lento o tumultuoso curso de la vida afirmó la existencia de una raza», era necesario que «al frente de esa obra haya hombres sólidamente doctos en la complicada materia; maestros del habla navarra −lingua navarrorum−, que no se limiten a enseñar un idioma deformado, mixtificado, como hoy está el euskara, sino que aspiren a enseñar el verdadero idioma, idioma al que no lo sabe y a corregir a quienes lo sepan mal». Encomendaba dicha tarea a vascófilos eminentes como Campión, Urquijo, Azkue, Orkaiztegui, Justo Albizu (párroco de Alcoz)».
Garcilaso daría un paso más atrevido si cabe: «Este asunto parece que debe interesar únicamente a los navarros, pero no es así. El que viva lozano, puro y dominador el euskara, debe ser aspiración de todo hombre que cultive su espíritu con el noble afán de no ser como los animales» (28.12.1913). Nadie protestó por tal hipérbole. Ni Campión llegó tan lejos en su “Gramática de los cuatro dialectos literarios de la lengua euskara”. Ahí se lee: «El vascuence es un testimonio vivo y fehaciente de nuestra jamás domada independencia nacional; y es elemento que tiende a diferenciarnos, a dotarnos de fisonomía propia». Y denunciaba a quienes «creaban obstáculos a nuestra completa asimilación desde hace tiempo perseguida y su puesta en práctica por tan arteros medios».
Los tiempos actuales ya olvidaron los proyectos que “Diario de Navarra” y Diputación Foral de comienzos del siglo XX querían para el euskara. De ahí que aquellos tiempos bien pudieran evocarse con las voces del «o tempora, o mores!» y añadirles un recurrente Ubi sunt? ¿A dónde fueron a parar tantos desvelos por recuperar el euskara como lingua navarrorum? Del deseo de hacer de Navarra una comunidad diglósica se ha pasado, gracias a una ley ominosa, al bochornoso espectáculo de una Navarra zonificada como un campo de concentración lingüístico, con hablantes de primera, segunda y tercera categoría. Visto el panorama actual, hay que reconocer que la «impertinencia» de Garcilaso estaba más que justificada y preguntar cómo se ha podido ser tan «animales» y llegar a una situación tan absurda.
Una explicación sería la de haber convertido el euskara en trasunto espurio de la política, la cual, al buscar su desaparición con «arteros medios» sus ejecutores pensaban terminar de rebote con una idea de país. Empujaron a este genocidio lingüístico Domínguez Arévalo, conde Rodezno, quien prohibió el bautismo con nombres vascos a los recién nacidos (Orden, 18.5.1938) y le siguió Garcilaso al callar ante esa Orden y otras leyes contra la por él llamada en otros tiempos «dulcísima lengua euskara» (26.5.1918).
No fue la causa única de su cambalache el franquismo nacionalcatólico que le hizo perder «el noble afán de no ser como los animales», pero lo cierto es que terminó siendo un «analfabestia», figura que su periódico despreciaba, haciendo que la asimilación del euskara se convirtiera en un trabajo propio de un Prometeo foral colectivo, condenado a recuperar por la noche lo que de día destruían los «analfabestias». Así que el dicho de Cicerón parece bien oportuno recordarlo en este contexto. Maldita sea.

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