Pérdida de conejos
Hojeo libros. Ojeo periódicos y revistas digitales. Paso de manera incandescente por tertulias y noticiarios televisivos. Oigo entrecortado, escucho voces radiofónicas que me mantienen en una vigilia soñolienta. Los titulares de cientos y cientos de noticias se acumulan formando un potaje de cacofonías. Por eso dudo. Hasta el extremo de entrar en fase negacionista de cualquier realidad que no sea virtual.
Demasiados estímulos para la cólera o la destilación de bilis negra, o sea, de melancolía. ¿Cómo es posible que exista un procedimiento estadístico que permite a alguien asegurar que ha disminuido un 61% el número de conejos en los montes peninsulares. En una tierra de conejos, cuando faltan los conejos, se convierte en una tierra de bulos y de fiebres conejeras. Ni con reguetón se puede bailar este desasosiego.
O acaso los imágenes de lo que algunos llaman la genialidad de los servicios de inteligencia ucranios, destruyendo, parece ser, bombarderos rusos aparcados al aire libre ¿no forman parte de los cuentos ejemplares menos chejovianos jamás narrados? No se han hecho esas imágenes con IA, se han hecho con tozudez artesana propagandística. Esos aviones que nos enseñan semidestruidos parecen del siglo pasado y no dan mucho miedo.
Cuando cae o caía una bomba de esos bombarderos, ¿a cuántos conejos afectaba su onda expansiva? No tiene gracia. Hablamos de las guerras como si fueran series de televisión violentas y son desgracias globales. La masacre de Gaza no tiene justificación posible. No habrá paz nunca más.

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