Ibai AZPARREN

Valcaldera, 89 años de una matanza al compás de una procesión

Un día como hoy de hace 89 años, mientras una procesión recorría las calles de Iruñea, 52 presos republicanos eran trasladados en autobuses a Valcaldera tras prometerles la libertad. Allí fueron fusilados sin piedad. Solo uno de ellos, Honorino Arteta, logró escapar, convirtiéndose en el único testigo de la matanza.

Homenaje celebrado ayer en la antigua cárcel de Iruñea.
Homenaje celebrado ayer en la antigua cárcel de Iruñea. (Iñigo URIZ | FOKU)

Aquella calurosa tarde del 23 de agosto de hace 89 años, los presos republicanos de la cárcel de Iruñea hablaban de cosas triviales a la sombra del tejadillo de zinc del patio. La rutina carcelaria se quebró con la llegada de un funcionario de prisiones que leyó, después de ordenar silencio, una lista de nombres para que salieran al exterior. Eran 53 los reclusos que abandonaron la prisión en dos autobuses pensando que salían en libertad. Pero nunca regresaron: fueron fusilados en el corral de Valcaldera, en Cadreita, en una de las matanzas más atroces cometidas por requetés y falangistas tras el golpe del 36.

De aquellos 53 prisioneros solo uno logró burlar la muerte: Honorino Arteta, un joven músico de 24 años, militante de izquierdas. Huyó malherido y se escondió en la copa de un árbol hasta perderse en la inmensidad de las Bardenas. Días después consiguió ponerse a salvo en el Estado francés. Volvería más tarde a Barcelona, convertido en el único testigo directo de aquella matanza. No obstante, investigaciones recientes de la Asociación de Familiares de Fusilados de Navarra en 1936 apuntan a que otro de los reclusos que sacaron de la Cárcel Provincial de Iruñea aquel día, el ciudadano alemán Walter Dierchs, fue conducido al Manicomio Provincial de Navarra.

Con todo, el relato de Honorino Arteta, unido a las memorias de Galo Vierge, obrero anarquista de la CNT que permanecía preso en Iruñea y que dejó escrito “Los culpables”, oculto durante décadas, permite hoy reconstruir con precisión casi quirúrgica lo que ocurrió aquella tarde en Valcaldera, cuya matanza fue recordada ayer con los actos habituales en la antigua cárcel de Iruñea y, más tarde, en Valtierra.

LA PATRONA Y UN ENGAÑO MORTAL

La fecha no fue casual. A la misma hora que los presos eran conducidos a la fosa, en Iruñea se celebraba una multitudinaria procesión en honor a Santa María la Real, patrona de Nafarroa, entre «cánticos a la Virgen, el amor y la caridad hacia el prójimo», recuerda Vierge. Una acto donde desfilaron las autoridades civiles y militares y que fue organizado por Eladio Esparza, subdirector de “Diario de Navarra”.

El historiador Fernando Mikelarena, en conversación con GARA, considera clave este paralelismo: «Los golpistas cultivaron la emocionalidad a través de ritos religiosos. La misa del 25 de julio y la procesión del 23 de agosto fueron actos de cohesión litúrgica que buscaban involucrar a todos los militares y aliados civiles en el golpe de Estado». De hecho, en aquella jornada, el obispo Marcelino Olaechea fue el primer religioso en referirse públicamente a la guerra como una «cruzada», que desembocaría en la eliminación física de más de 3.000 habitantes navarros por sus ideas políticas.

No fue muy distinto el destino de aquellos hombres maniatados en los autobuses que, según relató Vierge, se aferraban «como a un clavo ardiendo» a la idea de que resultaba impensable cometer semejante matanza mientras la imagen de Santa María la Real recorría en procesión Iruñea.

Una esperanza que contrastaba con el mensaje publicado en prensa por Joaquín Baleztena, jefe regional del Carlismo en Navarra, que pidió en una carta publicada en los periódicos que la violencia se ejerciera únicamente en el campo de batalla. «¿Seremos canjeados por presos franquistas?», se preguntaban, maniatados, mientras los autobuses les alejaban a setenta kilómetros de Iruñea, atravesando trigales interminables que, en realidad, les conducían hacia una muerte segura. Al detenerse cerca de la corraliza de Valcaldera, aún se aferraban a las palabras de Baleztena y a la ley divina invocada por los sublevados: tenía que ser un canje, no podía ser otra cosa. «La posibilidad del canje se cae por su propio peso porque Zaragoza ya estaba dominada en ese momento», recuerda Mikelarena.

En realidad, las autoridades militares, la Junta Central Carlista de Guerra y la Junta Provincial de la Falange ya habían dado su visto bueno. Incluso se modificó el recorrido de la procesión religiosa para evitar, con toda probabilidad, que los asistentes vieran pasar los autobuses cargados de prisioneros, señala el historiador. Todo estaba sellado de antemano.

Todo estaba decidido porque, recuerda el historiador, la víspera de los fusilamientos, vecinos afines al golpe cavaron la fosa, y un grupo de sacerdotes acompañó a falangistas y requetés en la matanza. Entre ellos estaba Antonio Añoveros, quien décadas después sería obispo de Bilbao y llegaría a enfrentarse a Franco, que intentó expulsarlo por una homilía en defensa de los derechos del pueblo vasco. «En 1936, sin embargo, sus posturas eran muy distintas, muy combativas», subraya Mikelarena.

UNA SACA Y UNA HUIDA

«Cuando bajamos en fila para ser confesados comprendimos que íbamos a ser fusilados», relató Arteta según Vierge, y «en ese paroxismo de terror», añadió, «sonó una descarga como un trueno (...) y varios echamos a correr por el campo». Solo él logró escapar, mientras que el resto fueron cazados como animales.

Tras una acalorada disputa entre falangistas y requetés -estos últimos apremiados por el deseo de llegar a la procesión, pero también empeñados en que los presos se confesaran-, el resto de reclusos fueron ejecutados en grupos de seis. «Entonces aquellos verdugos manchados de sangre hasta la frente regresaron a Pamplona (...) y aún llegaron para incorporarse a la procesión que entraba de regreso a la catedral», relata Vierge.

Quizá gracias a aquellas prisas piadosas, Honorino Arteta, herido por un disparo en la pierna y oculto entre las ramas de un árbol, no fue perseguido con saña. Inició entonces una odisea: remontó el río Aragón hasta alcanzar el Pirineo, logró pasar al Estado francés y, enfermo y exhausto, fue recogido por unos cazadores que lo cuidaron. Tiempo después regresó a Barcelona y, en un café de la plaza de la Universidad, narró a los exiliados navarros la epopeya de su huida.

LOS FUSILADOS Y SUS RESTOS

Honorino Arteta completó su testimonio en una carta dirigida a Romana Carlosena Ainciburu, madre de Marino Húder Carlosena, uno de los fusilados, que entonces vivía exiliada en Baiona. El escrito, desconocido incluso para los descendientes del propio Arteta, permaneció más de ochenta años en manos de la familia Yarnoz Húder, que lo conservó durante su largo exilio en Venezuela.

Tras más de ocho décadas oculta, la misiva de Honorino Arteta arroja nuevos detalles sobre aquella sofocante jornada de agosto de 1936 y sobre los meses posteriores. Su huida no fue inmediata ni sencilla: se prolongó durante meses hasta alcanzar Barcelona, donde se alistó en la Columna Ascaso con un objetivo claro: «entrar en Pamplona, vengarme y hacer pagar caro lo que conmigo hicieron».

En su relato, Arteta precisa que «fusilaban por grupos de seis» y recuerda que junto a él se encontraban los hermanos Santiago y Natalio Cayuela, este último presidente de Osasuna y militante de Izquierda Republicana, ambos ejecutados. Entre los 53 presos republicanos figuraban también personalidades vinculadas al PSOE y a la UGT, como el periodista Miguel Escobar o José Zapatero, miembro del PCE y de la peña sanferminera La Veleta.

Mikelarena subraya que la matanza de Valcaldera no puede entenderse de forma aislada, sino dentro de una estrategia de terror planificada en el verano y el otoño de 1936. «Todos aquellos asesinatos forman parte de una campaña de deshumanización del adversario ideológico, de una polarización en la que se repetía que los enemigos no merecían piedad», explica.

El historiador recuerda, además, otro elemento clave: el uso político de la prensa navarra en aquellas fechas. Desde julio de 1936, periódicos como ‘‘Diario de Navarra’’ o ‘‘Arriba España’’ comenzaron a publicar de manera sistemática esquelas y necrológicas de combatientes golpistas muertos en el frente, muchas veces acompañadas de fotografías. «Es una particularidad de Navarra. Aquí se explotaba al máximo el rendimiento político de los caídos en combate», añade.

Para los fusilados en Valcaldera, en cambio, no hubo esquelas ni homenajes. Sus nombres no aparecieron en la prensa, nadie enalteció su memoria. Solo quedó el silencio, impuesto como una segunda condena. Sus restos fueron llevados en el año 1959 al Valle de los Caídos, pero su rastro se desvaneció dos décadas después, cuando las familias lograron autorización para trasladarlos a Nafarroa. Desde entonces, se desconoce dónde fueron finalmente inhumados.

El paraje de Valcaldera, por su parte, fue declarado Lugar de Memoria Histórica y cuenta con un panel explicativo que, como subraya el historiador Fernando Mikelarena, relata los hechos, pero omite a los verdugos: requetés y falangistas.

Honorino Arteta nunca regresó a Iruñea. Volvió al Estado francés, donde pasó por un campo de concentración y acabó sus días en el exilio, lejos de la tierra de donde escapó de la muerte hace hoy 89 años.