Antonio Álvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

La Iglesia barroca

«No se trata de que se llenen los templos, sino de que se cumpla la milenaria y repetida empresa de la esperanza», concluye el autor de este artículo en el que habla de la pugna que parece haberse establecido entre la Iglesia barroca -la tradición de la jerarquía católica española- y el Papa actual. Una pugna en la que, afirma, está generando «una visible y profunda escisión entre los que se tienen por católicos y los que son realmente cristianos». Viene todo ello a cuento de unas declaraciones del cardenal Rouco sobre la supuesta «unión fraterna» de los territorios bajo dominio español.

Ay, estos cardenales de hábito fino y ojo imperial! Uno de los signos de la modernidad burguesa lo constituyó en su día la doctrina que sostenía la separación de la Iglesia y el Estado. Pero hemos recaído en la España que siempre fue de antes, en que se confundía el altar con los fasces del poder. Seguimos en esa hora en que la paloma de la paz sigue cargada con munición de guerra. Permanecemos a la sombra de una iglesia punitiva aunque ya son días para reasumir una iglesia parroquial y próxima, implicada en la batalla del hombre. Una iglesia caminante.

¿Qué sobreviviente espíritu le ha soplado al cardenal Rouco este párrafo: «La unidad de la nación es una parte principal del bien común de nuestra sociedad, que ha de ser tratada con responsabilidad moral»? Unidad, nación... Palabras difíciles que hay que aclarar en un honesto debate de tejas abajo, porque estamos hablando de la despensa humana. Lo ideal sería hablar de asamblea, de pueblo. Pero vuelta a poner la mitra sobre el pensamiento. Y el resultado es este: «Nos preocupa que la unión fraterna entre todos los ciudadanos de las distintas comunidades y territorios de España, con muchos siglos de historia común, pudiera llegar a romperse». Al fondo del párrafo se entrevén las Comunidades de Castilla, los Irmandiños gallegos, las Germanías de Valencia, la destrucción del Reino de Nafarroa, la guerra de Catalunya, el seísmo separatista del siglo XVIII, Franco, Franco, Franco... ¿Unión fraterna? ¿Cuándo hubo una unión fraterna entre los ciudadanos amontonados por la Corona de Madrid en el Estado español? Incluso ahora, qué poco se oyen en la Zarzuela y en la Moncloa las voces de los curas vascos, de los prelados catalanes, de esa Conferencia episcopal tarraconense, que rezan por que Catalunya pueda hablar directamente con Dios, al que controlan el móvil. ¿Está seguro el cardenal Rouco de «la unión fraterna»? He dedicado mi vida a la observación y estudio de lo español, ya que en su marco vine al mundo, y siempre he oído lo mismo: «La soberanía no es discutible». ¿Qué soberanía, monseñor?

Nunca negaré que España pudo haber sido una gran reunión de naciones en pie de igualdad, pero le faltó generosidad y talento para manejar el multinacionalismo peninsular. O sea, que hablo de un fracaso que, luego, se derramó en cascada a lo largo de los siglos en que el sol jamás se puso sobre los españoles, si exceptuamos la propensión a poner a la sombra a sus contados talentos.

Usted, monseñor Rouco, invitó en la Conferencia Episcopal a tratar la unidad española, ese «bien común», con responsabilidad moral. Otra vez tarde. Como decía un cazador gallego que mató a un loro que expresó en castellano su agonía: «Tarde piaches. Yo creí que eras un pájaro». Eso de hablar con responsabilidad moral dígaselo usted ahora al Sr. Rajoy, al Sr. Aznar, incluso a esos disolutos socialistas saltimbanquis que pretenden llegar milagrosamente al federalismo sin hacer camino alguno previo con socios ya realizados en la soberanía a federar.

Acepto, como no, que la Iglesia haga política. Resulta inevitable. Es un asunto muy discutido, pero es inútil hablar de justicia social, de edificación moral, de paz sin hablar políticamente. Mas esa habla política ha de afectar eclesialmente a la humanidad de los creyentes, ha de buscar la fraternidad evangélica, la claridad espiritual. Tratar de los panes y los peces, del vino en la boda o de la última cena. Lo demás es cosa del César, en lo que Cristo no quiso entrar, hasta tal punto que cuando le mostraron la moneda hallada en las aguas, y en la que lucía la imagen del emperador de Roma, indicó que la retornaran a la boca del pez en que habían dado con la pieza. No tocó la moneda. A mí, comunista de paz, con la última moneda del imperio y firme creyente de sopa de ajo eso me han contado. Si no es así, perdone usted, monseñor y absuélvame. Porque aunque usted, cazador de almas, no lo crea, soy un pájaro. No más.

Imaginemos por un momento la irritación de los prelados catalanes, ante eso de la «fraternidad» española, cuando han de navegar de perfil por el mar turbulento de la españolidad de cara a los fieles que rezan el Pare nostre. Esos prelados han de rechinar los dientes y posiblemente suelten algún «¡carajo!» que otro, este vez, sí, en perfecto castellano.

Creo firmemente en que la simbiosis de la espada y la cruz no es cristiana, al menos en estos tiempos. Usted sabe mucho mejor que yo, monseñor, que Cristo nace todos los días y que cada día tiene su afán, exigiéndole, eso sí, que sea honesto y generoso. El caso es mantener como base de la vida la gran energía de la esperanza, pero esa esperanza no puede ser vertical e imperialista sino horizontal y lugareña. La esperanza no se escribe con la dorada mayúscula canónica. Globalizar la fe equivale a convertirla en un miserable bien informático. Los caminos del Señor son insondables y, por lo tanto, no solamente españoles. También esto me lo dijeron de pequeño en la catequesis de mi escuela. ¡Dios santo, que lío tan fenomenal han armado en Madrid, en todos los terrenos, con la única finalidad de mantener el Día de las fuerzas armadas y la recaudación de Hacienda!

Todas estas soberbias propias de una Iglesia barroca, con ese ya tronado barroquismo español, acrecentadas por un inocultable rechazo al Papa actual, están produciendo, entre otras cosas, una visible y profunda escisión entre los que se tienen por católicos y los que son realmente cristianos. El presidente Azaña dijo, en un día acosado por todas las maniobras de la derecha, que España había dejado de ser católica. Se equivocó en el juicio. España había dejado, varios siglos antes, de ser cristiana, si es que alguna vez lo fue. Precisamente el catolicismo se hizo contundente ante la II República. Todos los resortes de sacristía y uniforme fueron movilizados contra el intento republicano de dar a España una cierta modernidad. En esa labor destacó la Iglesia de Corte y palio, con un comportamiento que culminó en la famosa carta episcopal que cerró las puertas a cleros auténticamente pastorales como el catalán y el vasco. Y ahora volvemos a estar ahí.

Me pregunto si no sería hora de que el Papa Francisco apresurara su trabajo de devolver a las iglesias diocesanas su auténtico carisma popular. Le va a costar muchas amarguras este intento, pero el servicio a los altos ideales humanos que enmarcaron el nacimiento del cristianismo obliga al pontífice romano. Confío en que esta empresa florezca en las manos de Francisco para contribuir a que los pueblos sean liberados de ese fanático y múltiple nihilismo que está operando sobre unas masas prendidas en el espejo de los grandes explotadores sociales. La Iglesia ha sido llamada por la necesidad histórica a participar a fondo en la gran batalla liberadora del ser humano. Todos lo esfuerzos han de agavillarse. Necesitamos recobrar la fe en una moral colectiva que convoque a creyentes y no creyentes, porque los valores que hay que recobrar son propios de los pueblos alzados miren o no hacia las cumbres espirituales.

No sé en qué acabará esta batalla episcopal. Espero que Roma entregue a las naciones que luchan por su libertad armas aún muy valiosas para abrir brecha en la dura cáscara de tantas instituciones. No se trata de que se llenen los templos, ya que hablamos de las iglesias, sino de que se cumpla la milenaria y repetida empresa de la esperanza.