Alberto PRADILLA Melilla
El drama de la inmigración

Un centro superpoblado para esperar la expulsión

La polémica suscitada por las cuchillas instaladas en la valla de Melilla y el reciente caso de Manar Almustafá, la herida siria abandonada sin atención médica durante dos meses, han vuelto a poner de actualidad la ciudad autónoma española, convertida en fortaleza de Europa. El CETI es el último destino de los migrantes que logran atravesar la verja.

Tenía casa, trabajo, dinero. Ahora todo es diferente. Duermo con otras cien personas, siempre hay problemas». Huma Al- Khidda huyó de Siria junto a su familia hace ahora dos años. Tras un largo periplo y después de dejar buena parte de sus ahorros en la larga marcha emprendida para escapar de la guerra, llegó a Melilla hace apenas un mes. Desde entonces está atrapado. Como él, cerca de dos centenares de refugiados sirios se agrupan en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI), un lugar supuestamente de paso pero en el que muchos migrantes (o exiliados, como es su caso) terminan anclados hasta que el Gobierno español les expulsa. El caso de Manar Almustafá, la mujer herida que permaneció abandonada sin atención médica durante dos meses, ha vuelto a poner de actualidad la ciudad autónoma española. Previamente, las cuchillas renovadas por el Gobierno español en la verja recordaron las penurias que sufren los inmigrantes para cruzar a Europa. Huyen del hambre o la guerra pero su último destino es siempre el CETI. Sirios, argelinos y malienses son los principales orígenes de quienes ocupan una infraestructura que, a día de hoy, duplica su capacidad. Quienes tienen suerte, logran cruzar a la península y evitan su expulsión. Los que son devueltos, volverán a intentarlo. Mientras, conviven en un espacio con recursos muy limitados en donde los problemas entre las diferentes comunidades se suman a las dificultades generadas por la pobreza y las duras condiciones de vida.

El paisaje alrededor del CETI constituye un monumento al surrealismo. Frente al centro que acoje a los migrantes, bien visible, se ubica la enorme verja metálica que separa Melilla de Marruecos. Pegada a ella, un infame campo de golf que hace todavía más evidente la diferencia entre quienes nacieron en el lado correcto y los que pasaron penurias para poder colarse donde no están invitados. Diariamente, mientras los amantes de este elitista deporte practican unos hoyos, decenas de migrantes se dirigen hacia el centro de la localidad, donde aparcan coches o ayudan en diversas tareas informales. Son las dos realidades que, a pesar de estar tan cerca, ni siquiera llegan a rozarse.

Robos y enfrentamientos, el problema

«Son más escandalosos los saltos, aunque son los menos frecuentes. La mayoría, sin embargo, pasa por la frontera, donde hay un goteo continuo». Así explican desde el CETI el proceso de llegada de migrantes indocumentados a Melilla. En el momento de poner un pie en la ciudad y si consiguen evitar que la Guardia Civil los devuelva a Marruecos de forma ilegal, son trasladados al centro. Ahí comienza su proceso de expulsión. Mientras tanto, residen en una infraestructura que fue pensada para 480 personas pero que en la actualidad está ocupada por más de 950. Ahí reciben ropa limpia, tres comidas al día y una cama. Ahí desarrollan, en régimen abierto, un día a día marcado por la espada de Damocles del día en el que serán trasladados a un CIE en la península para ser deportados. En ese momento, podrán pelearse por no ser reconocidos por su cónsul o apelar al origen desconocido para lograr su objetivo. Hasta que eso llega, la convivencia y las dificultades derivadas de las duras condiciones marcan sus jornadas. «Aquí estamos bien, aunque hay problemas. Sobre todo, por los robos y las peleas entre comunidades», dice un migrante maliense que prefiere no dar su nombre. Junto a otros cinco compañeros, dejan pasar las horas frente a una sala que ha tenido que ser habilitada con literas militares. No caben todos. Se intenta que familias y solteros no compartan espacios, pero resulta difícil. Las habitaciones, con literas tapadas por mantas y encajadas como en un Tetris, evidencian que el espacio y la intimidad es un lujo.

«Dentro hay problemas. Nos roban, nos quitan los teléfonos, hay agresiones». Mohamed, otro de los sirios que reside en el CETI con su mujer y sus tres hijos (todos ellos originarios de Alepo) coincide con su compañero. Todos (subsaharianos, sirios, argelinos) insisten en apuntar a las disputas internas como la mayor de las dificultades. No resulta extraño en un lugar donde conviven hacinados cientos de personas de muy diferentes orígenes. La historia que cada uno lleva a sus espaldas determina su forma de actuar. Al-Khidda, por ejemplo, llegó a gastar 30.000 euros en realizar todo el camino desde Damasco a Melilla. Reitera que no necesita dinero sino un lugar seguro y afirma que el Estado español es solo un lugar de paso: su objetivo es llegar a Bélgica, donde tiene familia. Ahora participa en las concentraciones desarrolladas por la comunidad siria para exigir que el Gobierno español les acepte como refugiados. Abdoulaye llegó de Mali y, tras dos años de caminata, entró en Melilla al cuatro intento de saltar la verja. Para él no sirve el hecho de que su país esté en guerra. Como no puede trabajar (como ninguno de los internos del CETI), obtiene algunos ingresos de ayudar a las personas que acuden al supermercado a realizar compras. Ahmed, argelino, no ha tenido que pasar penurias. Cruzó desde Marruecos con un pasaporte falso y su objetivo es arreglárselas para llegar a la península.

Todos ellos viven bajo el mismo techo. Juntos, pero no revueltos. Además de los robos y conflictos, se escuchan historias sobre prostitución y tráfico de drogas. Incluso, aunque el alcohol esté prohibido, siempre hay quien logra introducirlo para venderlo. Se hacen registros, como si fuese una prisión, pero teniendo en cuenta que las botellas podrían lanzarse incluso desde fuera del muro, no resultan muy eficaces. Como tampoco impedir que los migrantes lleguen a Melilla para huir de la miseria.

Khedija, embarazada de siete meses y obligada a dormir en la calle porque la policía no reconoce sus documentos

Khedija tiene 24 años y está embarazada de siete meses. Pese a ello, hasta el sábado pasado dormía en la calle, como había hecho durante los últimos cinco años. Ella asegura ser argelina pero la Policía española lo niega y le acusa de tener documentación falsa, por lo que no le permitía acceder al CETI. Los ciudadanos de Marruecos no son aceptados en el centro por tratarse del país con el que Melilla comparte frontera, por lo que muchas personas originarias del reino alaui se hacen pasar por argelinos. Por eso, Khedija malvivía en una de las chabolas instaladas en los alrededores del CETI.

Su caso evidencia lo que José Palazón, miembro de la ONG Prodein, denuncia como «exclusión» de los migrantes argelinos. «Los subsaharianos entran en el CETI, son reconocibles por el color de su piel. Sin embargo, muchos argelinos son vetados porque físicamente se parecen a los marroquíes», denuncia. Esto implica que se den casos como el de Khedija, que ha sobrevivido durante los siete meses que lleva embarazada durmiendo en la calle, comiendo alimentos de la basura y acompañada por los menores de edad que diariamente se refugian en el cauce del río o en las chabolas de la zona.

«Me decían que mi documentación es falsa. No lo es. Cualquiera te puede decir que soy argelina», afirma, en un precario castellano. Es jueves, 19 de diciembre, son las 9 de la noche y llueve a mares. Pese a las inclemencias del tiempo, Khedija se prepara para pasar la oscuridad al raso. Hasta que Palazón le convence para ir al hospital. Lleva siete meses de embarazo y todavía no ha sido vista por un médico. No tiene papeles, así que ni siquiera tiene derecho a atención más allá de las Urgencias. Finalmente, es ingresada. Tiene fuertes dolores y debe de permanecer en observación. Tras abandonar el centro médico y después de meses de idas y venidas de la Policía al CETI y viceversa, finalmente las autoridades reconocieron su derecho a permanecer en el centro. Al menos no tendrá a su hijo en la calle. Aunque muchos como ella siguen durmiendo diariamente en las chabolas. A.P.