Iñaki URDANIBIA
NARRATIVA

Es la guerra

Después de sus garbeos, entre otros lugares, por la Bella Easo, en «Me voy», y tras sus singulares exploraciones a personajes célebres como el músico de Ziburu, «Ravel» -siempre pegado a su piano y a sus inseparables gauloises- al iluminado Nikola Tesla («Relámpagos») -centrado en sus luminosos inventos (bombillas, etc.)-, pasando por el korrikalari Zatopek («Correr») -la Locomotora que corrió al ritmo de los vaivenes políticos de su país-, ahora el escritor nos traslada a la época de la primera guerra mundial, y lo hace con una economía de páginas realmente llamativa, mas la capacidad de extraer lo esencial, y relatarlo sin abalorios, es una de las características destacadas del autor de «Cherokee».

La situación nos es presentada desde el inicio de la movilización guerrera, cuando varios amigos de un pueblito de la Vendée son llamados a filas en unas escaramuzas que se antojaban breves; la cosa se iba a liquidar en unas semanas y... todos a casa, se repetía. Caminamos junto a la tropa y el cansancio creciente, a la par que el peso de la mochila y de los utensilios necesarios para los enfrentamientos bélicos, todo ello va asomando al tiempo que con el fin de paliar la soledad, las incomodidades, la fatiga y el alejamiento del hogar las botellas también ocupan su lugar como anestesia ante el merdier en que se ven sumergidos... con barro hasta el cuello.

Mas las cosas no son lo que en un principio se anunciaban, y las trincheras comienzan a servir para lo que realmente fueron excavadas, para evitar los tiros enemigos; los proyectiles con su feroz bramido inundan el aire, y atruenan los oídos de los jóvenes soldados, del mismo modo que lo hacen los aviones que surcan los cielos belgas; los movilizados comienzan a ver entre sus compañeros los primeros heridos y muertos, y los cuatro amigos (Anthime y sus colegas Padioleau, Bossis y Arcenel) se ven alcanzados por la desgracia: así el primero de ellos se entera de la muerte de su hermano, Charles, que había sido destinado, por medio de los enchufes del médico del pueblo, a la aviación; mientras tanto en su pueblo una joven, Blanche, da a luz una criatura cuyo padre era el fallecido. La desgracia también alcanzará al propio Anthime que ve cómo se le amputa un brazo a resultas de las heridas recibidas; ello le supondrá su vuelta a casa y su cercana relación con Blanche que pertenecía a una familia adinerada de la localidad, con empresa de calzados incluida, productos esenciales para el ejército.

La guerra no cesa y los fusilamientos por supuestas deserciones se ejecutan en los campos vacíos, plagados de objetos de quienes huyen, mostrando su rostro cruel y cercano, ya que es la suerte que corrió uno de los desesperados amigos... a otro las heridas le supusieron la ceguera.

Con la concisa escasez y brevedad antes señaladas nos son mostradas, en logrados flashes, las desgracias de la guerra y sus huellas, no solo en el frente, sino en la retaguardia y en quienes en ella tratan de hacer el agosto sirviéndose de la desgracia ajena... y sabido es que según se dice las desgracias nunca vienen solas.

La historia se desliza con suavidad, a pesar de la dureza, de lo narrado, y con un brillo -no el de los fogonazos guerreros- del que el autor de Orange está dotado en abundancia.

Aun a riesgo de resultar reiterativo, diré que lo bueno si breve dos veces bueno; en este caso, como por otra parte es habitual en el escritor de Orange, a la bondad de la brevedad se han de sumar otras bondades relacionadas con la precisión de la prosa, cuidada en todos sus detalles, y... todavía las historias contadas que se entrelazan como las fichas de un puzzle para entregarnos en toda su amplitud las nefastas consecuencias de aquella guerra que fue la primera del siglo, y la primera también en lo que hace a la utilización de avances técnicos que hicieron que las muertes aumentasen al por mayor.

«Concentrados Jean Echenoz», sigue exhibiendo su plena forma.