Iratxe Fresneda

Shake it, baby

Some people like to rock, Some people like to roll, But movin' and a groovin', Gonna satisfy my soul»dice la canción de Wanda Jackson, una chica de Oklahoma que ya hacía rock and roll en los 50 del siglo XX. Empezar el año bailando, terminarlo bailando, en definitiva: bailarlo. He oído, leído, más de una vez (sobre todo una vez) eso de «si no puedo bailar no es mi revolución» y no puedo estar más de acuerdo con la frase, aunque piense, que eso de las revoluciones en estos días de opereta, dan para un par de acampadas musicales, al menos en occidente.

Qué acto tan simple y genial al mismo tiempo el de bailar. Me gusta bailar, lo confieso, dejarme llevar por el ritmo. Entiendo «el sonido» como algo esencial en mi vida. Podría vivir sin estar informada de lo que sucede en el mundo, ajena a todo, pero no sin música, esa que se mezcla serpenteante con nuestros recuerdos vitales, les da color y de algún modo los moldea. La música, los sonidos, son parte de las historias del cine, de las nuestras. Y en el cine nos regala momentos impagables, secuencias que sería imposible recordar si no hubiesen sido acompañadas por sus bandas sonoras. Desde los pastiches tarantinianos, las selecciones de Kubrick o Jarmusch, pasando por las inolvidables composiciones hechas para Hitchcock, Lucas y Spielberg, hasta frenar en seco en «Grease». El cine que habla de música, que la mima y la tiene en consideración, que la incluye en sus relatos, en cualquiera de sus modalidades, debe ser alimentado. Hagamos películas sobre música, veámoslas y bailemos. El festival Dock of the bay, desde mañana mismo, os invita a vivir la melodía a través de la experiencia «cinéfila». Shake it, baby.