Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

Vida cotidiana de la gente común: Venezuela

La vida cotidiana en la Venezuela convulsionada por protestas y muertes parece más bien refrenada por la rutina que desbocada por los furores de la crisis. En cada barrio y en cada sector social las cosas transcurren de modos bien distintos, por lo menos en la segunda mitad del mes de marzo, cuando los campesinos otean el horizonte y aguzan la escucha, identificando señales de la próxima temporada de lluvias que devolverá la plenitud a sus resecas tierras.

En Barquisimeto, capital del Estado occidental de Lara, en la vecina y calurosa Barinas y en el valle de Sanare, donde las montañas circundan una región agropecuaria salpicada de cooperativas y agricultura familiar, donde transcurrió mi tiempo venezolano, la crisis tiene tiempos, colores y gestos bien distintos de los que aparecen en los grandes medios internacionales.

En pueblos y localidades no pude ver filas de vecinos para conseguir alimentos, algo bien visible en los barrios populares de Barquisimeto, una ciudad de millón y medio de habitantes gobernada por la oposición. La fila, o cola como le decimos en Sudamérica, más larga que pude observar se formó un viernes en las puertas del mercado del centro de Cecosesola (Cooperativa Central de Servicios Sociales del Estado Lara), una red de más de 60 cooperativas de producción y servicios. La fila ocupaba unos 400 metros.

Cecosesola tiene tres grandes mercados en Barquisimeto. El del centro tiene 90 cajas, una zona de víveres y otra de verduras y frutas, en una enorme superficie de más de 5.000 metros cuadrados. Los tres mercados abastecen el 30% de los alimentos frescos de la ciudad y son visitados por 200 mil personas durante los tres días que abren cada semana, por lo que son un punto clave para observar el desabastecimiento.

Hablando con la gente que hacía la fila, detectamos un pequeño núcleo de unas 500 personas que estaban formadas desde la noche anterior, muchas venidas desde pequeños pueblos del estado y algunas desde otros estados. Pero a medida que se recorría la fila, los testimonios disminuían considerablemente el tiempo de espera. Hacia la mitad del recorrido el tiempo promedio era de apenas una hora.

Para ingresar a la zona de frutas, verduras y hortalizas no hacía falta esperar. Los productos abundan, al final de la jornada no existían faltantes salvo en algún rubro crítico como tomates. El problema principal está en los víveres, sobre todo en los que tienen precios regulados y son por lo tanto mucho más baratos que en el mercado «libre». Hay cuatro o cinco productos realmente escasos: harina, café, azúcar, leche, aceite y papel higiénico, entre los más básicos.

Pero esta es apenas la parte formal de la feria de Cecosesola. Lo más importante hay que indagarlo, conversarlo largamente con sus socios y trabajadores, escuchando testimonios realmente sorprendentes. La inmensa mayoría de los clientes pertenecen a los sectores populares, aunque en los últimos meses la presencia de clases medias viene creciendo, en alguna medida por la crisis económica.

Pese a la gran cantidad de personas que acuden viernes, sábados y domingos, los únicos días que abren, el clima es de serenidad y buen humor. El viernes que me tocó asistir, varias personas habían perdido el calzado por las prisas en el momento en que se abren las puertas. Apenas difundieron el hecho por los micrófonos, varias personas se acercaron a entregar los zapatos perdidos. Así sucede cada día con otros valores, incluyendo billeteras, carteras y bolsos. Un clima de confianza construido con rigor y paciencia por la organización cooperativa.

En nuestros mercados no hay cámaras de vigilancia y nos limitamos a lo que llamamos vigilancia comunitaria, que es la participación de la comunidad en todo lo que se relaciona con la feria», explica Gustavo Salas, que se empeña en destacar que la red de cooperativas con sus 20 mil socios y 1.300 trabajadores no tiene directiva y funciona con asambleas permanentes. Los trabajadores tienen todos el mismo «anticipo» (o salario) y rotan entre las ferias, la funeraria, las tareas administrativas y el centro de salud. Una de las doctoras del Centro Integral Comunitario de Salud, Carmen, ocupa su puesto en la caja del mercado todas las semanas, para asombro de los compradores.

Pese a la inexistencia de cámaras y de vigilantes privados, las ferias de Cecosesola tienen muchas menos «fugas» (vocablo con eluden el incómodo de «robos») que los supermercados: 1% frente al 5% de las grandes superficies. Luego de cuatro décadas, una parte importante de los que acuden a las ferias tienen un sentido de pertenencia que los lleva, incluso, a participar en las reuniones semanales de los asociados que están siempre abiertas a la comunidad.

El mismo viernes en el que estuve toda la mañana en la feria del centro, participé en la reunión semanal del centro de salud. Un gran círculo formado por unas 55 personas debatió durante cuatro horas los problemas más importantes de la semana. La palabra circulaba entre trabajadores de mantenimiento, cocina y limpieza, enfermeras, técnicos y médicos. Primero hicieron una dinámica grupal y luego debatieron los gastos que se hicieron para acondicionar el quirófano. Hubo un largo debate por errores del responsable de la caja, que no estaban ligados a mala gestión sino a descuidos. Una pediatra propuso acondicionar mejor las salas de espera donde los niños gritan y corren entorpeciendo las consultas.

El clima era de fraternidad, incluso cuando se abordó el espinoso tema de la caja. Lo más notable es que de los 60 médicos del centro, que tienen salarios diferenciados y muy superiores al resto, este viernes acudieron ocho a la asamblea, algo que los más veteranos destacaron por inédito. La cuestión de los médicos es un problema de difícil solución, ya que se consideran varios escalones por encima de la gente común. Todos comparten el almuerzo en el comedor, una práctica común entre los trabajadores de Cecosesola que les facilita la construcción de un espíritu comunitario. Y todos, menos los médicos, rotan su «hacer», al que no llaman trabajo. Muchos trabajadores hacen prácticas de enfermería para rotar también esa tarea.

El edificio del centro de salud es muy diferente a los tradicionales hospitales. Su diseño demandó tres años de discusiones con arquitectos solidarios. El resultado es notable: tres pisos de espacios abiertos que miran hacia la montaña, bien aireados, con grandes superficies abiertas en las que los usuarios conviven en prácticas colectivas de tai chi y otras disciplinas orientales, que facilitan la comunicación entre seres que ya no se definen como «pacientes». Una vez a la semana organizan la bailoterapia, un tiempo que comparten trabajadores y usuarios en el que mezclan diversión y curación colectiva. Un hacer horizontal que forma parte de un concepto no tradicional de salud. Diría que profundamente revolucionario.

Hay muchas más cosas para contar sobre estas cooperativas, como los cultivos orgánicos de los productores que realizan control biológico de las plagas sin agroquímicos. O la parcela ecológica Las Lajitas, en el fértil valle de Sanare, con sus enormes galpones que producen toneladas de compost para los cultivos orgánicos. O los laboratorios que se complementan en elaborar productos e insectos para mantener controladas las plagas, «porque el concepto de combatir las plagas no va con nuestra forma de ver el mundo», apunta un campesino.

Estas son algunas de las muchas experiencias que pude compartir en Venezuela. «Cosas de poca importancia», como diría León Felipe, pero que solo pueden nacer en el suelo abonado de lucha social y que explican, además, las grandes transformaciones que «no empiezan arriba ni con hechos monumentales y épicos, sino con movimientos pequeños en su forma y que aparecen como irrelevantes para el político de arriba», como destaca el subcomandante Marcos.