Borgman: cuando el mal se mete en casa
El veterano director holandés Alex van Warmerdam construye una fábula perturbadora sobre la depravación en «Borgman», con la que triunfó en el pasado Festival de Sitges. El cineasta ofrece las claves sobre una película que, emparentada con el cine de Haneke, resulta una alegoría sobre el sadismo como proyección sentimiento de culpa y los propios prejuicios.

Un hombre con aspecto de indigente descansa en su refugio forestal, excavado en el subsuelo de un bosque de reminiscencias fantasmagóricas. De repente tres individuos, entre ellos un sacerdote, armados con escopetas de caza y acompañados de una jauría de perros le ponen en fuga. Esta secuencia de obertura, que nos remite a un clásico como «El malvado Doctor Zaroff» (o si lo prefieren a su remake «Blanco humano» dirigido por John Woo y con el protagonismo del inefable Jean-Claude Van Damme), es la encargada de inaugurar «Borgman» el perturbador y desasosegante drama con el que el veterano cineasta holandés Alex van Warmerdam se impuso en el pasado festival de Sitges logrando el premio a la mejor película y que acaba de aterrizar en nuestras pantallas.
Sin embargo, si algún espectador espera que la secuencia referida le ponga sobre aviso de lo que vendrá a continuación, nada más lejos de la realidad ¿o acaso no? Porque el terror en su estado más primigenio e inexplicable dará paso, sin solución de continuidad, a una angustia mucho más sofisticada en tanto la narración adquiere tintes de drama social sobre un fondo de fábula cruel hasta remitirnos al desasosegante universo de autores como Michael Haneke con cuya obra «Funny Games» se presta a ser comparada en más de un aspecto «Borgman». «Quería mostrar el mal pero no a través de gente extraña sino con personas normales que podríamos cruzarnos en el supermercado», explica el director holandés, quien asumiendo la naturaleza alegórica de su película, no quiere, sin embargo, que dicha apuesta condicione la mirada del público: «Los personajes son, quizá, mitad ángeles, mitad demonios. Hay indicios de ello en la película pero es mejor que aquellos espectadores que los capten los olviden inmediatamente».
Ese deseo por mostrar los efectos del mal acudiendo a un escenario de cotidianidad hace que Alex van Warmerdam localice el grueso de su película en la hacienda de una familia burguesa con tres hijos que, como si fuese la cabaña de la abuelita de caperucita, se convertirá desde el momento en que el protagonista recala en ella tras su huida, en un espacio de engaño, seducción, perversión y crueldad. Reconvertido en jardinero y sirviente de sus improvisados anfitriones, Borgman pondrá a prueba desde un sadismo perfectamente calculado, a la par que ambiguo en sus manifestaciones, todos los prejuicios que le son propios a la burguesía protestante: «En una escena, el personaje de Marina se siente perturbada y dice: `nosotros tenemos mucha suerte y la gente afortunada debe pagar tarde o temprano'. Tal vez es una especie de crítica de nuestra sociedad occidental, con gente como Borgman, que viene a castigar nuestra felicidad», comenta el cineasta, quien no obstante manifiesta: «Mi intención con este filme no pasa por hacer un análisis sociológico sobre la burguesía, prefiero no dar un significado específico a mi cine para que el público sea libre de interpretarlo en un sentido u otro».
Sade en mitad del bosque
Esa evocación del horror en su vertiente más despojada e inquietante presenta evidentes influencias literarias, entre ellas la del cuento tradicional extraído del folclore popular centroeuropeo donde el miedo emerge del modo más puro al quedar evocado desde una mirada infantil. Alex van Warmerdam ya se sirvió de este legado en su película «Grimm» (2003) que participó en la Sección Oficial del Zinemaldia de aquél año y donde bajo un título que evocaba a los famosos hermanos literatos, presentaba una variante de la fábula de Hansel y Gretel. En esta ocasión el cineasta vuelve a recurrir a la espesura natural como espacio de desasosiego para ambientar su película: «Siempre hay bosques en mi cine. Cuando escribo el guion, visualizo inmediatamente la imagen. Me gusta crear los decorados dando rienda suelta a mi imaginación pero las cosas tienen que ser como las concebí en un principio; si no, al momento de rodar, ya no sé dónde estamos ni que toca».
Con el bosque convertido en evidente metáfora del alma humana, el cineasta holandés reconoce, sin embargo, que el punto de partida en esta película no está tan vinculado a la fábula tradicional: «En un momento determinado de mi vida, leí análisis de la obra del marqués de Sade, así fue como nació la película. En general, no empiezo por una sinopsis, sino con la primera escena, a partir de ella experimenté el placer de inventarme lo demás. El guion surgió de esta manera: una cosa llevaba a otra cosa, pero siempre con Sade como origen de todo». Y es que, como en la obra del celebrado marqués, la representación del mal que acontece en «Borgman» resulta desprovista de toda motivación, de cualquier justificación. Nunca conoceremos la naturaleza real de unos personajes que parecen moverse por impulsos, atendiendo a su propia singularidad, lo que les dota de un punto extravagante e incluso irreal si se quiere, algo que, en ningún caso juega en contra de la sensación de estar asistiendo a una amenaza real cuyas consecuencias resultan imposibles de predecir.

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