Antonio Alvarez-Solís
Periodista
GAURKOA

El ecumenismo político

Siempre me han asustado los ecumenismos, ya sean religiosos, políticos o económicos. Creo que esta aprensión ha surgido en mí por haber vivido una época de imperialismo con todas sus feroces consecuencias para la paz y el individuo, para las naciones y los pueblos. En mis estudios sobre las grandes manifestaciones imperiales jamás encontré otra cosa que el barroquismo endiosado de las minorías y el dolor y pobreza de las masas. Un día leí, de los «Ensayos sobre la persuasión», de lord Keynes, y en libro del teólogo Sten H. Stenson, una frase que me empujó a una terminante reflexión sobre mi pequeña presencia en el mundo como sujeto nacido para la proximidad y el entendimiento: «Cuando el problema ecuménico pase a ocupar el asiento trasero que le corresponde... entonces la zona del corazón y de la cabeza se verá ocupada, o acaso ocupada de nuevo, por nuestros problemas reales, los problemas de la vida y de las relaciones humanas, de la creación y del comportamiento y de la religión». Subrayemos: «Nuestros problemas reales», siempre tan al lado. A ello añadía Stenson: «Si inconscientemente nos encerramos en nuestros sistemas convencionales (¿y qué es, sino una tiránica convención, todo imperio?), podemos echar a perder unos valores espirituales que podrían enriquecer profundamente nuestros días solo con que permitiéramos que esos valores irrumpiesen en el dominio aislado que ocupamos dentro de nuestros sistemas de explicación y evaluación convencionales». Decidí entonces que pasaría de las grandes propuestas trascendentales a las pacificadoras inmanencias y empezó mi camino hacia el nacionalismo de soplo étnico, moral ante todo, y político y económico como consecuencia. Decía Spinoza, y vamos a echarnos al campo filosófico de la mano de Ferrater Mora, que se trata de distinguir no solo entre dos modos de acción -el otro es el trascendental-, sino también de hacer de uno de esos modos el verdaderamente real, por ser a la vez el plenamente racional. Renuncié, pues, a las brillantes integraciones, tan falsas como inútiles para el auténtico progreso del ser humano, busqué la nación para acomodar la cabeza y di con que la soberanía que me correspondía era algo así como un aroma que había de aspirarse en ámbito pequeño y adaptado a mi capacidad de intervención política.

Bien; el próximo día 9 de noviembre la Generalitat de Catalunya pondrá las urnas en la calle para que los catalanes voten su autodeterminación como base de una posible independencia que enriquezca un poder anclado en una democracia de proximidad; es decir, en una democracia auténtica. Quiere la Generalitat comprobar si se puede abrir un camino para que la soberanía catalana acoja con comodidad y eficacia los valores propios y los valores ajenos de que habla Sten Stenson en la obra que cité al principio. Se trata simplemente de eso: de pasar de la trascendencia española a la inmanencia catalana. Y eso lo decidirán las urnas, a no ser que... A no ser que esta voluntad de robustecerse en el propio ser origine una violenta intervención por parte del Estado, que en nuestro caso practica el más ramplón de los imperialismos, que es el imperialismo chico.

Todo esto sucede a pocas jornadas del referéndum escocés, que nos facilitó dos experiencias fundamentales: comprobar que es posible un respeto del dominante al dominado y, lo que es muy importante, un juego de números sobre los votos y sus protagonistas. Porque el estudio de los sufragios nos pone ante esta expresiva realidad: que los escoceses comprendidos en la franja electoral que va hasta los veintiocho años votaron independencia en algo más del 78% y que los escoceses que están entre los veintiocho y los treinta y ocho de edad votaron independencia en algo más del 76%. Esto no sitúa ante un futuro independentista de la nación al norte del Clyde.

La postura que defiendo, de la proximidad entre la ciudadanía y sus órganos de gobierno no se basa en una nostalgia del ámbito doméstico o familiar, aunque también, sino que invita a proximidades que enlacen vivamente a las bases sociales y sus posibilidades de creación política, económica y cultural. Ello aparte de un control mucho más directo sobre quienes ejerzan alguna actividad de dirección comunitaria. En el marco de la corrupción actual y ante el quebranto y maltrato que padecen muchas naciones parece absolutamente imprescindible reducir el marco de la acción política al ámbito más íntimamente vivencial de los pueblos que se alojan en esas naciones. Tal conclusión no obsta en modo alguno a que el gran progreso de las comunicaciones y de las estructuras técnicas no resulte favorecedor de todos los acuerdos que sean posibles y beneficiosos entre comunidades más dueñas de sí mismas tras su liberación nacional. Precisamente, la posesión de un poder más responsable cívicamente daría como resultado una mayor responsabilidad y madurez del pueblo al implicarse enérgicamente en su propio discurso político y social. No cabe duda de que los grandes espacios económicos, culturales, morales y sociales permiten el robustecimiento de una clase dirigente cada vez más protegida por la distancia y el desconocimiento de su mecánica de dominio. Pero el crecimiento material y más universalizado de una estructura de poder, pública y privada, no favorece en modo alguno su entraña moral. Tengo una cierta sospecha que casos como el del Sr. Pujol no hubieran sido posibles sin la necesidad que tiene el Estado español de sus llamémosles irónicamente «topos», y seriamente «eslabones», en Catalunya y Euskadi. Las dimensiones del caso, tanto en la sustancia como en el tiempo, hablan de incomprensibles negligencias útiles o que pudieran serlo. Quizá el pueblo de Catalunya hubiera tenido más cabal conocimiento de estos descabalamientos de contar con una soberanía propia, que posibilitase una visibilidad más clara desde la calle.

Lo que parece evidente es que los encendidos ataques a esta teoría de la proximidad o propuesta nacionalista para los pueblos subordinados parten habitualmente de las minorías y clases dirigentes de las naciones-Estado o de sus organizaciones internacionales -un Estado de este tipo y los organismos internacionales que lo amparan son siempre más amplios y potentes que una nación-, poderes y clases que en esos inmensos ámbitos hallan un refugio basado en la incapacidad de los pueblos para penetrar en tan tupida red. Incluso, sumergidas en ese internacionalismo viciado, las masas populares quedan deslumbradas e inertes ante tamaña construcción. Nada resulta tan gratificante y productivo para el dueño de un gran bar como invitar al vecino a una copa en el propio negocio. Los más sustanciosos saberes políticos suelen adquirirse en estos lances epidérmicos si se acierta a penetrar en sus planos profundos. Después vienen los aparatosos estudios. Lo que separa fundamentalmente al político y al profesor universitario es la capacidad del primero para hacer carambolas de fantasía. Nunca olvidaré, siendo principiante en un periódico catalán, al audaz y joven colega que invitó al director, un magnífico franquista, a tutearse como compañeros. Don Luis le miró con ojos penetrantes y le dijo: «Mire usted, joven, su propuesta me parece plenamente aceptable a condición de que no haya reciprocidad». Pues eso han de tenerlo siempre en cuenta los que creen en la globalización como perfección de la democracia. Uno ha de hacer sus carambolas en solitario.