Iñaki Egaña
Historialaria
GAURKOA

Alguien limpia la celda de la tortura

La ficción es la trampa del guerrillero, del subversivo, sus balas y sus piedras, sus palabras incluso, están cargadas de incongruencias y sólo la Academia está capacitada para demostrar que, en esta farsa circular, los buenos, los «demócratas», siempre tienen razón. Pruebas circunstanciales, descripciones literarias, incluso un somero intento de atacar a la democracia a la que debemos consumo, orgullo nacional y cohesión grupal.

La tortura en España... no consta. Lo dijo Felipe González, «el 99% de las denuncias de torturas no existen». Hombre de Estado, corbata rojigualda, sentido patrio hasta para sacar las castañas del fuego a un truhán llamado Jordi Pujol. También para monopolizar el manejo de la bañera para usos domésticos. Mikel Zabalza se ahogó en el Bidasoa.

Estamos en la era del apagón informativo. Superadas las previas, acorde a los tiempos de demagogia comunicativa, del trueque del adjetivo por la idea, del Twitter de 140 letras que apenas deja espacio a los gemidos del potro y la picana. Lo que no se nombra no existe, sentenció George Steiner.

La tortura es sistémica si nos atenemos a la estadística. Casual si seguimos la estela de algún juez. Inexistente para los sindicatos policiales y sus mandos. Orquestada por la banda habitual para los medios de comunicación (propaganda), hoy quebrados y en poder de banqueros y fondos carroñeros. Sombreada en las redes y relegada a la categoría de un rapero del Bronx. Se diría que allá quedó, como reliquia de la Santa Inquisición, para estudio de marcianos medievalistas.

«Alguien limpia la celda de la tortura, lava la sangre pero no la amargura», recitaba Benedetti. En la limpieza de las celdas de tortura se han utilizado toneladas de desinfectante, para alcanzar el tono del nevado. Los árabes llamaron a este color «albayalde». Un químico sueco identificó su estructura y hoy la mayoría de los países lo han prohibido por su contenido tóxico. Al sur de los Pirineos, recordarán su descripción, se apropiaron del contenido, Blanco España.

Para mantener la pulcritud del Blanco España, con un «tinte rojo amarillento casi imperceptible» (no es una frase retórica sino parte de su definición, a pesar de lo que pueda sugerir, léase Wikipedia) se han comprado cabeceras, se han perforado titulares, se han subastado jueces, incluso se han enviado sobres rellenos de pólvora.

La tortura es de manual. Consigna. Ya lo dijo aquel que participó en la muerte de Joxe Arregi a golpes, «oso latza izan da». Lo dijo frente al tribunal que le envió recado de sosiego. Las formas, señor policía, se quedan en casa. No vuelvan a permitir que los aullidos trepanen el cemento. Que la sangre salpique nuestras togas. Se llamaba, qué importa el nombre de un torturador, Julián Marín Ríos: «es público y notorio que los terroristas vascos se autolesionan y luego denuncian malos tratos». Vasco, terrorista, autolesión, tortura, publicidad, notoriedad... demasiadas ideas en una sola frase. El mensaje es directo: los vascos mienten.

Marín Ríos fue destinado por Interior al otro lado del Atlántico a Quito. Ecos profundos de aullidos, la boca reseca, el vello erizado, uñas rasgadas, pulmones sin aire. Oscuridad. Alguien limpia la celda de la tortura de los deportados Angel Aldana y Alfonso Etxegarai. ¿Casualidad? Amedo recibe el premio gordo de la lotería, Roldán conserva el zulo de los reservados, González una mansión en Tanger con 5.000 metros cuadrados libres de pateras, José Julián Elgorriaga de excedencia en la Kutxa a notario de las mazmorras de La Cumbre.

Roldán se suelta. El minuto de gloria televisivo aguza su ego: «¿Alguien se cree que declaran lo que declaran sin coacciones?». Y cruza la raya que marcó Juan José Rosón, el brazo derecho del nombre que hoy alumbra de neón la entrada del aeropuerto madrileño: «denunciar torturas es debilitar la democracia y la paz civil». Porque la democracia es fuerte, sólida. La tortura la hace más fuerte, una débil metáfora del valor de un tortazo.

¿Oyes?, un hombre solo grita maniatado, existe en algún sitio. Recitaba Goytisolo. Cerca de 10.000 hombres y mujeres gritando, solos. Pueden ser más o menos. La cantidad no aplaca la amargura. La estadística tampoco. La impunidad afloja el ánimo. Las democracias se defienden en los salones y en las cloacas, dijo aquel sevillano hijo de vaquero santanderino llamado Felipe González. De nuevo el hombre de Estado. La marca. ¿Por qué me brota tanto su nombre cuando escribo?

Han pasado los años. Han circulado hombres y mujeres de apellidos diversos, colores aparentemente antagónicos, generaciones azules, rojas, mates. Alguien sigue limpiando la celda de tortura. No es país para emprendedores. El detergente es único, la fregona tiene, por lo menos, los mismos años que habría cumplido Melitón Manzanas hace dos meses, 105. Aquel que iba para perito mercantil y acabo siendo «torturador, mala gente» que dijo Ramón Rubial, presidente del PSOE. Enmedallado a título póstumo por Aznar.

La ristra de los funcionarios implicados tiene peso. En calabozos municipales, en celdas de cuarteles grises, azules, verdes y también color tierra. En esas kundas interminables por tierras hispanas, «tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín», escribió Machado. Hasta en casa, donde los alaridos se hacen más estridentes al lado de la segunda vocal del abecedario, esta vez con tintes al parecer góticos.

La Asociación Contra la Tortura (ACT) fue multada por difundir datos de agentes y funcionarios implicados en torturas y sus informes anuales vetados en la red. Sus archivos fueron rebotados a otros servidores. Europa les persiguió por indicación de Madrid. No se pueden publicar nombres. Espada de Damocles.

Colgaban de la página de la ACT informaciones como ésta, que ahora, autocensuro: «Durante un Curso de Perfeccionamiento de Mandos policiales celebrado en 1980 en la Academia de Policía española, los comisarios instructores xx y zz, aconsejaron utilizar cualquier método, ilegal o no, en la lucha contra ETA. Cuatro años más tarde, el Servicio de Información de la Guardia Civil comenzó a practicar en el País Vasco las normas recibidas por el Mossad israelí en el interrogatorio a detenidos, después de un curso para Directivos en Técnicas de Inteligencia Antiterrorista». Según la ACT este curso fue uno de los aspectos más reseñables a la hora de constatar la responsabilidad política en el uso de la tortura.

El apagón informativo sigue la estela abierta desde la noche del dictador. Al principio fue la palabra, dice el evangelista Juan. Entonces negación. Luego llegaron las casualidades, la manzana podrida en una recolecta excepcional. Nada raro, la excepción confirma la regla. Unanimidad en el mensaje. Titular: «Coincidencia total en que Arregui no murió por torturas», ABC (hoy Vocento).

Luego lo del manual, aprovechando primero el libro de tres abogados que escribieron un trabajo titulado Tus derechos frente al muro: «En caso de que hayas sido sometido a malos tratos físicos, psíquicos o torturas deberás realizar una denuncia ante el juzgado de instrucción». Suficiente para alimentar el Blanco España. Y luego aquel documento de Basta Ya! distribuido por Europa. Poca credibilidad.

Hasta el apagón. Ningún juez abrió diligencias contra «El Manual del torturador español», libro escrito y publicado por Xabier Makazaga en 2009. Entidad de persecución mediática. El objetivo: que los ayuntamientos lo retiraran de sus bibliotecas municipales a petición del PSOE y del PP. ¡Muera la intelectualidad traidora!, gritó Millán Astray. «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis», le contestó quien esta semana habría cumplido 150 años, Unamuno.

Hay un sentimiento compartido de que la tortura ha estado pegada a nuestra seña identitaria como los colores de nuestra bandera o el viento de tempestad silbando por el flysch de la costa. En la misma medida hay una negación escandalosa de su existencia. Alguien limpia la celda de la tortura. Pero la amargura es imborrable. ¡Revelémosla al exterior! La verdad siempre ha sido revolucionaria.