Iñaki EGAÑA
Historialaria
GAURKOA

El derecho al olvido

El Tribunal de Justicia europeo ha dictaminado recientemente sobre el «derecho al olvido» lo que ha provocado un aluvión de demandas para borrar datos de internet, accesibles hasta hoy a través de buscadores como Google. Al margen de otras consideraciones, es notorio que el derecho al olvido está enfrentado, en cierta medida, con el derecho a la memoria.

No me caben dudas de que, con algunas excepciones, quienes saldrán beneficiados de esta extensión del olvido serán los propietarios de los medios, los ladrones de nuestra historia, los dueños de la impunidad política. Con la excusa de la aplicación de un supuesto derecho, lobbies privados, instituciones subvencionadas y charlatanes profesionales reescribirán nuestro pasado a su antojo.

Cuando he leído que será la Audiencia Nacional la que determine finalmente y en caso de litigio la cancelación de datos, me he convencido definitivamente sobre el fondo de este artículo. El derecho al olvido será usado masivamente por defraudadores, torturadores, franquistas convertidos, mercenarios, excomunistas avergonzados de su juventud. Y la Audiencia Nacional les dará la razón para modificar su currículo.

Algo de eso ya existe cuando, gracias a Hollywood, la mayoría de europeos tiene unas ideas radicalmente equivocadas sobre la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, ahora hace 70 años, por tropas del Ejército Rojo. Jóvenes franceses y alemanes, desilustrados a conciencia, suponen que la caída de Hitler en Europa lo fue gracias a las huestes del general Custer representado por John Wayne o Clint Eastwood. El relato sigue siendo arma de guerra.

Es una hipocresía supina señalar que el derecho al olvido es un apartado más en la protección de la privacidad. Jamás hemos estado tan vigilados, ni nuestra personalidad tan analizada desde tantos ángulos como en la actualidad. No hace falta que nuestros datos se encuentren en internet para que el Gran Hermano sepa de nuestra vida más íntima. Nosotros, en cambio, que no tenemos sus medios, sí perderemos una herramienta para conocer algún detalle de sus desmanes.

La desaparición de datos comprometedores para lavar la imagen del protagonista no es, sin embargo, reciente. Todos hemos tenido la ocasión de asistir a maquillajes espectaculares, no sólo relacionados con personajes siniestros convertidos en caperucitas, de fascistas reciclados en el mejor de los casos en meapilas. También de colectivos.

Recuerdo, en este apartado, la cruzada mantenida por el decano de la prensa donostiarra, el «Diario Vasco». Fue uno de los promotores del golpe de Estado contra la República española, y como tal, integró en su portada del 18 de julio de 1936 un mensaje en clave que sólo los golpistas conocían. Santo y seña para comenzar la sarracina.

Como sabemos, lo que en una época fue mostrado con orgullo, en la siguiente tuvo un lastre, bien es verdad que relativo. Los dirigentes de aquel diario faccioso, profunda y convincentemente pro nazi en la guerra mundial, franquista en el tuétano hasta bastante después de la muerte del dictador, y borbónico hasta el vómito (aprendan de sus páginas el significado metafórico de vaselina), borraron su pasado. Hasta donde pudieron.

Como ya sabrán los investigadores e historiadores, sus fondos, los del «Diario Vasco», solo pueden ser consultados en papel. No ha dado permiso para la visualización pública de sus números pasados digitalizados. Y en papel, la restricción es escandalosa. Si vamos al famoso número del santo y seña citado del 18 de julio de 1936, nos quedaremos en el camino. El dichoso ejemplar ha desaparecido de la faz de la tierra. De los archivos municipales y provinciales, de los propios del «Diario Vasco», de la Hemeroteca Nacional (Madrid). No existe.

Esta desaparición generó la reconstrucción histórica que el propio «Diario Vasco» hizo de su pasado. En uno de los últimos aniversarios del golpe de Estado se hizo eco de la noticia sobre su participación en el mismo, a través de la clave para los falangistas y cuarteleros. Lo calificó de bulo y leyenda urbana. ¿Quién podía demostrarlo si la fuente había sido engullida por censores modernos? En esta ocasión no pudo controlar un flanco paralelo y su mentira quedó en entredicho (El diario «Frente Popular» había reproducido la página).

Similar recorrido realizó un Aznar, familiar cercano del monstruo de las Azores, ese presidente hispano cuyas decisiones llevaron a la tumba a decenas de miles de inocentes. José María Aznar, el arrogante presidente español, hoy convertido en poder fáctico a través de la fundación FAES, refugio de los halcones de la guerra y el terror, tuvo un abuelo jeltzale, «furibundo separatista» según la prensa de entonces.

Imanol Aznar, como así se llamaba el abuelo del susodicho, nació en Etxalar, pero se educó políticamente en Bilbao, en una época excepcional, la de la reformulación del llamado nacionalismo vasco. Con dotes para las letras, escribió diversas obras militantes, acorde con sus convicciones ideológicas. Una de ellas, «El jardín del mayorazgo», produjo un terremoto en Bizkaia. Un terremoto político. Imanol Aznar fue tachado de mal español, de independentista rabioso, de cavernícola. La obra fue retirada.

No sé si el temple de Imanol Aznar era leve, si sus convicciones poco sólidas, si las amenazas hicieron efecto en una personalidad aún sin forjar en su tramo óseo. Lo cierto es que Imanol dejó de ser Imanol y no sólo recicló su nombre al más prosaico de Manuel, sino que cambió de chaqueta. Se hizo fatxa y seguidor de Franco. Mantuvo su destreza con la pluma y llegó a ser el cronista oficial de las «gestas» bélicas del tirano y sus secuaces.

Manuel Aznar Zubigaray fue un hombre de gran reputación. Falangista como su familia. Su hijo, también Manuel, aunque Aznar Acedo, sería tan respetable como su nieto, el de las Azores. Pero sobre ellos rondaba aquel periodo separatista del oriundo de Etxalar y en especial «El jardín del mayorazgo», una obra ofensiva para esa España por la que era legal matar, en Badajoz, Gernika, Kabul o Mosul.

Y al igual que la edición del Diario Vasco del 18 de julio de 1936, el jardín de Imanol (Manuel Aznar) desapareció de la faz de la tierra. Ni en archivos, ni en diputaciones, ni en desvanes, ni siquiera en la Biblioteca Nacional (Madrid), se conserva ejemplar alguno del «Jardín del mayorazgo». Y lo que no se palpa no existe.

El derecho al olvido no plantea dilema alguno. Más bien cierra la puerta a la circulación de la información. Cuando pasamos el registro aduanero de un aeropuerto, cuando nos detienen en uno de esos controles aleatorios al que somos sometidos los vascos por nuestra condición colectiva disidente, el agente que comprueba nuestros datos está accediendo a una biografía de manera «legal». El funcionario que lee nuestras cartas a presos, ya de amor ya políticas, lo hace de forma alegal o, quizás más acertado, amoral. Los sistemas innombrables, Caníbal, SIGO, Safari y otros cuyos nombres aún desconocemos, más los spyware en teléfonos, ordenadores... ilegalmente. Hemos perdido la intimidad. Legal, alegal, ilegalmente.

Por eso, concentrar la fábula del derecho al olvido en términos de libertades es otra nueva falacia. La historia, como la dicta Hollywood, tiene excepciones de memorias fugaces, parciales probablemente. Pero esa brevedad, fugacidad, esa memoria es el sustento de nuestra forma de respirar.

El derecho al olvido augura, como en otros terrenos políticos y sociales, un retroceso en ese supuesto avance de la humanidad. Una marcha atrás para esa sociedad justa que añoramos y por la que peleamos. Con el derecho al olvido convirtieron en santos a pederastas, hicieron terroristas a guerrilleros de la dignidad y dejaron la nomenclatura de los callejeros a los pies de matarifes. Con el derecho al olvido que ahora proclaman, convertirán al ogro en humano, al canalla en tolerante y al verdugo en víctima. Lo han hecho durante décadas y lo repetirán en la medida que aflojemos nuestra memoria.